Utopía
(Foto: Reuters) |
Atravesé Hortaleza y por la calle de Las
infantas giré hacia San Bartolomé, camino de la plaza de Chueca. Estaba
preocupado, se me acababa el paro en un par de meses y no había forma de
encontrar un trabajo decente. Tantos proyectos, tantos planes que había creado
en mi cabeza mientras me preparaba, ahora me parecían una broma siniestra. Y lo
peor es que empezaba a compadecerme de mí mismo y eso me parecía peligroso.
Entonces le vi, mejor casi me tropecé con él. Tumbado en el suelo, era la
sombra del cadáver de un hombre. Me disculpé y seguí mi camino, no le miré, me
alejé de allí casi corriendo.
Como digo me alejé de él rápidamente, fue
algo instintivo, no lo medité hasta que hube recorrido una distancia. Luego me
paré y me pregunté a mí mismo si aquel hombre estaría muerto o se iba a morir
allí, como un animal o peor que ellos. También me obligué a no pensar y actuar,
en realidad ese era el trabajo para el que me había preparado. En mis
documentos dice que me llamo Vicente Becerril y soy psicólogo y sociólogo, debo
ayudar a quien lo necesite y desde luego este hombre lo necesitaba sin ninguna
duda.
Su pelo, enredado y sucio, debía de servir de
morada a un montón de bichos; en sus
pies toda la mugre que cupiera en ellos, unas playeras aún más sucias y
agujereadas, la ropa teñida de manchas que lo mismo podrían ser de devueltos
que de meados y cagados. Miraba sin ver. Estas cosas pasan, pensé, pero suceden
porque nadie actúa y cuando lo hacen no lo enfocan bien. Allí estaba una de las
ideas que quería poner en marcha, pero necesitaba ayuda, la había solicitado en
el departamento correspondiente y aún esperaba la respuesta. Tardaba en llegar
y yo estaba al límite, pero aún tenía esperanza. Lo primero era comprobar que
no estaba muerto. No lo estaba, solo borracho. Olía espantosamente a alcohol y parecía
no haber comido en tiempo. Le ayudé como pude a incorporarse ¿Y ahora que hacía
con él? Le propuse llamar a la policía, ellos podrían ayudarle. Se opuso tajantemente, no quería saber nada
de policías ni albergues. ¿Qué hago ahora? me dije según íbamos caminando para
ver si conseguía que se despejara un poco.
— ¿Dónde vives? —le pregunté— ¿Tienes una
casa, o familia, alguien que se pueda ocupar de ti?
No tenía nada de eso, ni tenía dinero, ni
quería ir a la comisaría, solo quería quedarse allí tirado en medio de la calle
y morirse pronto. Lo llevé hasta un banco y nos sentamos. La verdad, era
difícil soportar el hedor que despedía. Se llamaba José Benito, llevaba mucho
tiempo solo y en la calle, estaba cansado, en ese momento solo quería un cartón
de vino y una dosis y después dormirse en cualquier rincón.
— ¿Cómo has llegado a esto, hombre? —le miré
con lástima
— Si te lo digo vas a saber más que yo. No lo
recuerdo, hace tanto y fue por algo tan estúpido...
— ¿Te dejó tu mujer, te quedaste sin trabajo?
Algo te pasaría y seguro que lo sabes. Si piensas en ello a lo mejor decides
que es demasiado lo que estás pagando por aquello.
José dejó de mirarme, por un momento su
pensamiento lo alejó de allí, algún recuerdo consiguió que entrecerrara los
ojos...
— ¡Yo qué sé! —dijo como hablando para sí
mismo— pero fue hace mucho, tendría unos diecisiete años cuando empecé con las
drogas. Primero con mucho cuidado y de vez en cuando, después los fines de
semana y sin darme cuenta lo hacía a diario y con urgencia. Hice muchas
locuras, pedí dinero a mis padres, luego se lo robé, también a mis amigos;
cuando empecé a trabajar, adelantos en la oficina. Luego, cuando murió mi
padre, a lo mejor por los disgustos que les daba, caí y caí. Estuve dos años en
la cárcel porque robé en la oficina el importe de una obra. No fui un preso
fácil, tenía que conseguir la droga y pasé por todo. Cuando salí era la sombra
de un hombre. Ya había sufrido demasiado, me dije. Aquello tenía que acabar.
Así que pedí ayuda.
Estaba seguro de que iba a conseguirlo, todo
era cuestión de voluntad y disciplina, yo iba a ser otro hombre desde ese día,
me recuperaría, olvidaría todo lo que había pasado, trabajaría como antes y
sobre todo compensaría a mi madre de lo que le había hecho llorar. Aunque ya
sabía que no sería fácil, estaba lleno de fuerza e ilusión. Me imaginaba a mí
mismo en un mundo ideal, con una casa sencilla, una mujer y un hijo. Yo los
amaría mucho y ellos también me querrían a mí, iba a ser un hombre honrado,
jamás volvería a golpear a nadie para robarle, ni me arrastraría por los
barrios bajos dispuesto a todo por una dosis.
— ¿Fumas? —le ofrecí un cigarrillo
— Sí, dame —con la primera calada siguió con
su historia— Lo hice, me porté bien durante los meses que estuve en aquella
institución. Cuando mi madre volvió a verme lloró mansamente porque por fin me
parecía en algo a su hijo perdido. Había ganado peso y podía mantenerme
derecho. El sufrimiento había sido grande, muchas veces creí que no podría con
aquello, pero, aquel día ver a mi madre tan feliz me compensó de todo.
Llegó la hora de dejar la asociación, salir a
vivir fuera y que todo lo demás que me pasara ya dependiera de mí y de nadie
más. Si me mantenía firme todo iría bien. Estaba seguro de que mi vida iba a
ser muy diferente. Podría regresar al
principio y todo funcionaría tal como lo había soñado en aquel tiempo. Pero no
encontré trabajo, mejor dicho, lo perdí dos o tres veces al poco de
conseguirlo. Me costaba vocalizar bien, olvidaba las cosas más urgentes, me
movía inseguro y por ello hacía mi trabajo con dificultad. Nadie quería perder
el tiempo, ni el dinero y menos hacer de samaritano.
Entre unas cosas y otras pasaron dos años.
Conocí a Carmen: según la vi me enamoré de ella pero no me atreví a proponerle
nada serio. Estaba muy inseguro y no quería complicarle la vida a una mujer que
me gustaba.
Porque soy una buena persona —me miró al decirlo
con ojos tristes, para ver en los míos si le creía.
A pesar de mis fracasos aún seguía soñando.
Iba a comprar un piso sencillo y viviríamos en él Carmen y yo con nuestro hijo,
porque íbamos a tener uno, seguro. Ganaría suficiente y mi madre envejecería
feliz ejerciendo de abuela. No necesitaría ninguna otra cosa. La última vez que
no me renovaron el contrato fui al bar y me tomé una cerveza. Una no me haría
daño. ¿Qué le iba a decir a mi madre? ¿Cómo iba a comprometerme con Carmen si no
era capaz de mantener un trabajo? Luego tomé otra y después otra... No pensaba
en el peligro. Una vez perdido el control seguí hasta casi no poder caminar.
Aún no puedo borrar de mi memoria la cara de mi madre cuando me vio entrar en
casa en esas condiciones. Luego la oí llorar con desconsuelo, a través del
tabique de la habitación. Dejé a Carmen plantada, no atendía a sus llamadas y
con el tiempo ella se cansó de hacerlas. Supongo que alguien le contaría, algún
día, por dónde andaba yo y en qué condiciones.
Se acabaron todos mis sueños, el mundo que me
había inventado en mi cabeza se vino abajo a cada nuevo escalón que yo
descendía y ya ves a dónde he llegado.
— ¿Has pensado en que te vas a morir si
sigues así, tirado en cualquier rincón?
— Cuando puedo pensar, como ahora, sí lo
pienso, no hace falta que me lo recuerdes, pero no me importa. Quiero morirme,
por eso me voy matando cada día un poco.
No creas que es fácil morirse y no tengo el valor suficiente para quitarme
de en medio de una vez. Al menos hasta hoy.
— Todavía estás a tiempo, no te des por
vencido, tienes que recuperar tus sueños y volver a luchar por ellos, puede que
ahora tengas más suerte.
— ¿Me vas a ayudar tú? ¿Te quedarás a mi lado
mientras paso el mono y te ocuparás de que siga firme en mi propósito el tiempo
suficiente? No puedo hacerlo... no puedo hacerlo solo, lo sé. Y además creo que
no quiero ¿Para qué? no hay nada que me retenga, nada que me importe. Mi madre
hace seis meses que ha muerto, gracias a Dios. Me sentí liberado de la terrible
vergüenza de causarle tanto dolor.
¿Quieres de verdad ayudarme? Yo te digo cómo. Dame dinero, suficiente
para comprar una buena dosis, una pura para que no consiga superarla y que
acabe conmigo de una vez. Ese es el mejor favor que puedes hacerme.
Lo pensé un buen rato ¿Qué debía hacer? Era
evidente que no quería vivir así ¿Estaba en mi mano conseguir que cambiara su
vida si él no lo deseaba? Y ¿quién era
yo para obligarle a hacer algo que no quería hacer? No estaba seguro de lo que
sería mejor o peor. Así que saqué la cartera del bolsillo y recogí todos los
billetes que llevaba en ella.
— ¿Será suficiente?
Contó ansiosamente el dinero, lo hizo por dos
veces como si estuviera calculando y afirmó con la cabeza. Lloraba. Se me
partió el corazón y quise desaparecer de allí, dejar de verle, olvidarle.
— Gracias, gracias —me dijo alargando la mano
mugrienta; estrechó la mía con una fuerza sorprendente, a la vez que me decía —
No sientas remordimientos, no eres responsable de nada, solo me has
dado dinero, lo demás es cosa mía. Gracias una vez más.
Quise creer que
tenía razón, mientras le veía alejarse con pasos temblorosos y cuando dio
vuelta a la esquina lo perdí de vista.
2 comentarios:
Excepto el final, un tanto sorprendente, se trata de una historia que se repite cada día en cualquier ciudad. Como siempre enganchas desde las primeras líneas. Un besote
Magnífico, Rosa. Yo no tengo el más mínimo reparo moral. Me ha gustado mucho.
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