lunes, 10 de noviembre de 2014

No me hables de sueños



Utopía
(Foto: Reuters)



Atravesé Hortaleza y por la calle de Las infantas giré hacia San Bartolomé, camino de la plaza de Chueca. Estaba preocupado, se me acababa el paro en un par de meses y no había forma de encontrar un trabajo decente. Tantos proyectos, tantos planes que había creado en mi cabeza mientras me preparaba, ahora me parecían una broma siniestra. Y lo peor es que empezaba a compadecerme de mí mismo y eso me parecía peligroso. Entonces le vi, mejor casi me tropecé con él. Tumbado en el suelo, era la sombra del cadáver de un hombre. Me disculpé y seguí mi camino, no le miré, me alejé de allí casi corriendo.
Como digo me alejé de él rápidamente, fue algo instintivo, no lo medité hasta que hube recorrido una distancia. Luego me paré y me pregunté a mí mismo si aquel hombre estaría muerto o se iba a morir allí, como un animal o peor que ellos. También me obligué a no pensar y actuar, en realidad ese era el trabajo para el que me había preparado. En mis documentos dice que me llamo Vicente Becerril y soy psicólogo y sociólogo, debo ayudar a quien lo necesite y desde luego este hombre lo necesitaba sin ninguna duda.
Su pelo, enredado y sucio, debía de servir de morada a un montón de bichos;  en sus pies toda la mugre que cupiera en ellos, unas playeras aún más sucias y agujereadas, la ropa teñida de manchas que lo mismo podrían ser de devueltos que de meados y cagados. Miraba sin ver. Estas cosas pasan, pensé, pero suceden porque nadie actúa y cuando lo hacen no lo enfocan bien. Allí estaba una de las ideas que quería poner en marcha, pero necesitaba ayuda, la había solicitado en el departamento correspondiente y aún esperaba la respuesta. Tardaba en llegar y yo estaba al límite, pero aún tenía esperanza. Lo primero era comprobar que no estaba muerto. No lo estaba, solo borracho. Olía espantosamente a alcohol y parecía no haber comido en tiempo. Le ayudé como pude a incorporarse ¿Y ahora que hacía con él? Le propuse llamar a la policía, ellos podrían ayudarle.  Se opuso tajantemente, no quería saber nada de policías ni albergues. ¿Qué hago ahora? me dije según íbamos caminando para ver si conseguía que se despejara un poco.
— ¿Dónde vives? —le pregunté— ¿Tienes una casa, o familia, alguien que se pueda ocupar de ti?
No tenía nada de eso, ni tenía dinero, ni quería ir a la comisaría, solo quería quedarse allí tirado en medio de la calle y morirse pronto. Lo llevé hasta un banco y nos sentamos. La verdad, era difícil soportar el hedor que despedía. Se llamaba José Benito, llevaba mucho tiempo solo y en la calle, estaba cansado, en ese momento solo quería un cartón de vino y una dosis y después dormirse en cualquier rincón.
— ¿Cómo has llegado a esto, hombre? —le miré con lástima
— Si te lo digo vas a saber más que yo. No lo recuerdo, hace tanto y fue por algo tan estúpido...
— ¿Te dejó tu mujer, te quedaste sin trabajo? Algo te pasaría y seguro que lo sabes. Si piensas en ello a lo mejor decides que es demasiado lo que estás pagando por aquello.
José dejó de mirarme, por un momento su pensamiento lo alejó de allí, algún recuerdo consiguió que entrecerrara los ojos...
— ¡Yo qué sé! —dijo como hablando para sí mismo— pero fue hace mucho, tendría unos diecisiete años cuando empecé con las drogas. Primero con mucho cuidado y de vez en cuando, después los fines de semana y sin darme cuenta lo hacía a diario y con urgencia. Hice muchas locuras, pedí dinero a mis padres, luego se lo robé, también a mis amigos; cuando empecé a trabajar, adelantos en la oficina. Luego, cuando murió mi padre, a lo mejor por los disgustos que les daba, caí y caí. Estuve dos años en la cárcel porque robé en la oficina el importe de una obra. No fui un preso fácil, tenía que conseguir la droga y pasé por todo. Cuando salí era la sombra de un hombre. Ya había sufrido demasiado, me dije. Aquello tenía que acabar. Así que pedí ayuda.
Estaba seguro de que iba a conseguirlo, todo era cuestión de voluntad y disciplina, yo iba a ser otro hombre desde ese día, me recuperaría, olvidaría todo lo que había pasado, trabajaría como antes y sobre todo compensaría a mi madre de lo que le había hecho llorar. Aunque ya sabía que no sería fácil, estaba lleno de fuerza e ilusión. Me imaginaba a mí mismo en un mundo ideal, con una casa sencilla, una mujer y un hijo. Yo los amaría mucho y ellos también me querrían a mí, iba a ser un hombre honrado, jamás volvería a golpear a nadie para robarle, ni me arrastraría por los barrios bajos dispuesto a todo por una dosis.
— ¿Fumas? —le ofrecí un cigarrillo
— Sí, dame —con la primera calada siguió con su historia— Lo hice, me porté bien durante los meses que estuve en aquella institución. Cuando mi madre volvió a verme lloró mansamente porque por fin me parecía en algo a su hijo perdido. Había ganado peso y podía mantenerme derecho. El sufrimiento había sido grande, muchas veces creí que no podría con aquello, pero, aquel día ver a mi madre tan feliz me compensó de todo.
Llegó la hora de dejar la asociación, salir a vivir fuera y que todo lo demás que me pasara ya dependiera de mí y de nadie más. Si me mantenía firme todo iría bien. Estaba seguro de que mi vida iba a ser muy diferente.  Podría regresar al principio y todo funcionaría tal como lo había soñado en aquel tiempo. Pero no encontré trabajo, mejor dicho, lo perdí dos o tres veces al poco de conseguirlo. Me costaba vocalizar bien, olvidaba las cosas más urgentes, me movía inseguro y por ello hacía mi trabajo con dificultad. Nadie quería perder el tiempo, ni el dinero y menos hacer de samaritano.
Entre unas cosas y otras pasaron dos años. Conocí a Carmen: según la vi me enamoré de ella pero no me atreví a proponerle nada serio. Estaba muy inseguro y no quería complicarle la vida a una mujer que me gustaba.
Porque soy una buena persona —me miró al decirlo con ojos tristes, para ver en los míos si le creía.
A pesar de mis fracasos aún seguía soñando. Iba a comprar un piso sencillo y viviríamos en él Carmen y yo con nuestro hijo, porque íbamos a tener uno, seguro. Ganaría suficiente y mi madre envejecería feliz ejerciendo de abuela. No necesitaría ninguna otra cosa. La última vez que no me renovaron el contrato fui al bar y me tomé una cerveza. Una no me haría daño. ¿Qué le iba a decir a mi madre? ¿Cómo iba a comprometerme con Carmen si no era capaz de mantener un trabajo? Luego tomé otra y después otra... No pensaba en el peligro. Una vez perdido el control seguí hasta casi no poder caminar. Aún no puedo borrar de mi memoria la cara de mi madre cuando me vio entrar en casa en esas condiciones. Luego la oí llorar con desconsuelo, a través del tabique de la habitación. Dejé a Carmen plantada, no atendía a sus llamadas y con el tiempo ella se cansó de hacerlas. Supongo que alguien le contaría, algún día, por dónde andaba yo y en qué condiciones.
Se acabaron todos mis sueños, el mundo que me había inventado en mi cabeza se vino abajo a cada nuevo escalón que yo descendía y ya ves a dónde he llegado.
— ¿Has pensado en que te vas a morir si sigues así, tirado en cualquier rincón?
— Cuando puedo pensar, como ahora, sí lo pienso, no hace falta que me lo recuerdes, pero no me importa. Quiero morirme, por eso me voy matando cada día un poco.  No creas que es fácil morirse y no tengo el valor suficiente para quitarme de en medio de una vez. Al menos hasta hoy.
— Todavía estás a tiempo, no te des por vencido, tienes que recuperar tus sueños y volver a luchar por ellos, puede que ahora tengas más suerte.
— ¿Me vas a ayudar tú? ¿Te quedarás a mi lado mientras paso el mono y te ocuparás de que siga firme en mi propósito el tiempo suficiente? No puedo hacerlo... no puedo hacerlo solo, lo sé. Y además creo que no quiero ¿Para qué? no hay nada que me retenga, nada que me importe. Mi madre hace seis meses que ha muerto, gracias a Dios. Me sentí liberado de la terrible vergüenza de causarle tanto dolor.  ¿Quieres de verdad ayudarme? Yo te digo cómo. Dame dinero, suficiente para comprar una buena dosis, una pura para que no consiga superarla y que acabe conmigo de una vez. Ese es el mejor favor que puedes hacerme.
Lo pensé un buen rato ¿Qué debía hacer? Era evidente que no quería vivir así ¿Estaba en mi mano conseguir que cambiara su vida si él no lo deseaba?  Y ¿quién era yo para obligarle a hacer algo que no quería hacer? No estaba seguro de lo que sería mejor o peor. Así que saqué la cartera del bolsillo y recogí todos los billetes que llevaba en ella.
— ¿Será suficiente?
Contó ansiosamente el dinero, lo hizo por dos veces como si estuviera calculando y afirmó con la cabeza. Lloraba. Se me partió el corazón y quise desaparecer de allí, dejar de verle, olvidarle.
— Gracias, gracias —me dijo alargando la mano mugrienta; estrechó la mía con una fuerza sorprendente, a la vez que me decía No sientas remordimientos, no eres responsable de nada, solo me has dado dinero, lo demás es cosa mía. Gracias una vez más.
Quise creer que tenía razón, mientras le veía alejarse con pasos temblorosos y cuando dio vuelta a la esquina lo perdí de vista. 


2 comentarios:

Luis dijo...

Excepto el final, un tanto sorprendente, se trata de una historia que se repite cada día en cualquier ciudad. Como siempre enganchas desde las primeras líneas. Un besote

Antonio Aragüés Giménez dijo...

Magnífico, Rosa. Yo no tengo el más mínimo reparo moral. Me ha gustado mucho.