Últimamente
Magdalena sentía un enorme vacío que no conseguía llenar. Era aún joven, decían
los demás que atractiva, tenía el pelo brillante, rubio con doradas mechas y
corte a la moda. Los ojos grandes pero cansados y las manos de uñas rojas,
perfectas. En ese momento miraba por la ventana y pensaba que hacía un día muy
agradable, lucía el sol blanquecino del invierno y fuera debía hacer mucho
frío. Pensaba qué podría hacer aquella mañana para entretenerse y no pensar. ¿Y
si llamaba a su amiga Elvira? seguro que estaría encantada, darían un paseo y
se tomarían un café o un vermut. Y de paso podría enterarse de algunas cosas
que se comentaban por el Club. Seguro que ella estaría enterada de lo de los
Helguera con pelos y señales, porque Eduardo, su marido, siempre conocía hasta del
último detalle de lo que pasaba a todo el mundo, sobre todo si tenía que ver
con las finanzas y los negocios. ¡Quién hubiera dicho que Sixto Helguera iba a
acabar en la cárcel por estafa y fraude!
A
ella, realmente, lo que les sucediera a los Helguera no le importaba demasiado;
por muy mal que les fueran los asuntos, nunca les faltaría de nada y ahora se
vería si de verdad eran el matrimonio perfecto que aparentaban. Sintió un enorme
cansancio, le pasaba a menudo últimamente, se miró al espejo y lo vio reflejado
en su rostro, en sus manos también: temblaban. ¿Y por qué no se iba a caminar
un rato, sola, tranquila, sin hablar con nadie? Tendría tiempo de pensar, lo
hacía poco en aquellos días, porque siempre volvían a su cabeza los viejos
demonios. Se vistió con ropa cómoda, recogió su pelo en una coleta baja y se
puso una chaqueta que no pesaba y abrigaba mucho. Luego le dijo a María que se
encargara ella de preparar la comida.
Aún
era temprano, por eso el paseo de la playa estaba casi vacío. Subió la
cremallera de su chaquetón hasta las orejas y metió las manos en los bolsillos,
si caminaba a buen paso se levantaba una ligera brisilla helada que le dejaba
la nariz como un carámbano. ¿Quería pensar? se dijo que no, pero acabó
recordando a su hija, que se había ido con aquel hombre que podría ser su padre
y que había acabado viviendo sola en Noruega, tan lejos. Pensó luego en Jaime,
su marido, que cada día viajaba más y por más días, que le preguntaba, si se
quejaba, a ver cómo iba a vivir ella tan cómodamente si él no trabajara tanto.
Acabó pensando en su madre que era como el Pepito Grillo y siempre le decía lo
que hacía mal, aunque a veces también lo que hacía bien.
Volvió a sentir aquella angustia, se recostó en la barandilla y miró el
mar. Estaba calmado, azul grisáceo, como esperando a despertar de un momento a
otro. Comenzó a sudar, tenía mucho frío pero sudaba, era el primer aviso de aquel
ahogo que la asustaba tanto. No se lo había dicho a nadie, pero cada vez le
pasaba más a menudo y empezaba a sentir miedo. Debería volver al médico. Dio la
vuelta y regresó hacia la casa despacio. El paseo no le había servido de gran
cosa. Seguía triste, cansada y preocupada, con esa sensación de vacío que la
desesperaba. ¿Qué había hecho con su vida, quién la necesitaba, alguien se daba
cuenta de lo que le estaba sucediendo? En la casa María limpiaba en el salón y
las ventanas estaban abiertas, hacía frío también allí, la chica apenas si
levantó la cabeza para preguntarle sorprendida ¿Ya ha vuelto usted? y siguió
con lo suyo. Se dio una ducha bien caliente y se vistió. Se encontraba mejor,
así que decidió que se iba a la calle, no quería pensar más. Estaban en enero y
ya habían empezado las rebajas, iría a ver qué podía comprarse, aunque, en
realidad, no le hacía falta nada.
***
Marta
guardó la aspiradora. La alfombra del despacho del jefe siempre estaba llena de
toda clase de porquerías. Luego vació las papeleras y echando una última
ojeada, apagó las luces y cerró la puerta con llave. Corrió por la calle sin
darse cuenta del frío que hacía. Tenía que llegar a tiempo a su siguiente
trabajo, porque la señora tenía que irse a la oficina y debía quedarse con el
niño y luego llevarlo al colegio. Echó cuentas mentalmente, porque hacer el
recuento de lo que ganaría aquel día la compensaría del esfuerzo. Con lo del
niño y la limpieza, lo del despacho de abogados y lo que conseguía por las
tardes cuidando a doña Rita, podía pagar la renta de la casa y alguna cosa más,
no mucho, pero por lo menos no andaba ahogada. Estaba contenta, la verdad,
marcharse de casa, alejarse de Pedro, había sido lo mejor que había hecho en
mucho tiempo. Ya no tenía miedo, se había demostrado a sí misma que podía vivir
sola, que era capaz de ganarse la vida. Ahora caminaba erguida y a menudo se
sorprendía con una sonrisa en la boca que brotaba al hilo de sus pensamientos.
En la casa de acogida le habían ayudado mucho cuando se fue de la suya. Luego
le habían enseñado cómo valerse por sí misma. Era muy joven y estaba sola, pero
se había empeñado mucho, había apostado fuerte por conseguir salir adelante.
Ahora vivía en un estudio en un barrio obrero. En una sola habitación tenía la
cama, un sofá, una mesa y una cocinita metida en un armario y también un baño
minúsculo. No necesitaba más. Había puesto tanta ilusión en aquel piso que
quiso convertirlo en un hogar y lo había conseguido. Ahora era un lugar
agradable y cálido.
Cada
mañana Marta salía de la casa de su jefa, después de hacer las labores y debía
quedarse por la calle esperando a que diera la hora para su siguiente trabajo.
Cuando hacía buen tiempo era un placer sentarse en cualquier plaza o paseo y
comer el bocadillo que se preparaba en casa. Pero ahora, en pleno invierno,
aquello no era posible, por eso solía acercarse a cualquiera de los grandes
almacenes de la ciudad y entraba en los servicios. En todos ellos había una
zona para cambiar a los niños, alejada lo suficiente de los wáteres. Si no
podía ser en otro lugar, se tomaba allí su bocadillo rápidamente. De vez en
cuando se daba el gusto de entrar a un café y tomarse uno calentito. Aquella
mañana agradeció poder refugiarse en las plantas llenas de gente, de ropa y
cualquier otra cosa que uno deseara comprar, en uno de los más grandes de la
ciudad. Las escaleras mecánicas subían y bajaban con compradores, unos con
bolsas y otros esperando encontrar la ganga del año. Ella no pensaba comprar
nada, pero le hizo ilusión pensar que también había ido de rebajas. Dio vueltas
por las plantas esperando a que diera la hora para comer su bocadillo e irse a
trabajar. ¡Cuántas cosas! Le hubiese venido bien un pijama nuevo, pero costaba
cuarenta euros y eso que estaba rebajado. ¡Ni soñar! Volvió de nuevo a la
planta baja y se dedicó a mirar bolsos por hacer algo. Vio uno que llamó su
atención, era sencillo, de líneas puras con las asas cortas y un color guinda
precioso. La piel parecía suave y flexible; se acercó con la intención de tocarlo:
Mmm. sí, lo era. Miró la etiqueta del precio ¡trescientos sesenta euros! ¡Qué
horror, si ella no ganaba mucho más en todo el mes! Iba a soltarlo como si
quemara y justo entonces una mujer se lo quitó de las manos, la miró de arriba
abajo y le preguntó si pensaba llevárselo. ¿Ella? ¡Qué risa! ¡Qué más quisiera!
Si pudiera gastar ese dinero se compraría el pijama y el resto lo guardaría,
por si acaso las cosas se complicaban.
Miró
a la mujer, rubia con brillantes mechas doradas en un estupendo corte de pelo a
la moda, la observó atentamente porque tenía algo en los ojos de profunda
tristeza. Iba vestida muy elegante. Agarró el bolso como el que consigue un
trofeo y sin apenas mirarlo, se lo alargó a la dependienta: Me lo quedo, le
dijo sin ningún entusiasmo. Ni siquiera le había mirado el precio, pensó Marta.
Debía de ser estupendo poder comprar así, sin tener que preocuparse por lo que
cuestan las cosas. O a lo mejor no, no parecía que le hubiera hecho mucha
ilusión. Miró el reloj y se dio cuenta de que era hora de marcharse. Justo en
la puerta las dos mujeres se encontraron de nuevo, Magdalena, con la bolsa en
una mano, pasó primero, salió a la calle y desapareció entre la gente. Marta la
vio marchar y luego se fue corriendo porque el semáforo se estaba poniendo en verde
y no quería perder más tiempo. Entonces se percató de que no había comido su
bocadillo.
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