miércoles, 17 de junio de 2015

En vía muerta




(Tema: El ferrocarril, trenes)






Durante un tiempo no le vio nadie, o sería mejor decir que nadie reparó en él. Aparecía a primera hora por la estación y se sentaba en el banco más alejado, en un viejo anden fuera de servicio. Primero anduvo con cuidado, luego, poco a poco, fue moviéndose con más confianza. Alejados del bullicio de la estación, en una extensa zona de vías muertas, viejos vagones descansaban sobre raíles atacados por la herrumbre y el óxido. Venía a ser como un cementerio de trenes, al que iban a parar una vez que acababan su vida útil y su servicio. La mayoría era de aquellos de ventanas de cristal que subían y bajaban manualmente, asientos de madera y redes en lo alto para colocar las maletas. Otros eran talgos pasados de moda, con su interior cómodo y aún en buen estado. Desechos que nadie sabía dónde colocar o qué hacer con ellos. Como yo, pensaba el hombre

Circulaban por entre las vías sombras furtivas que, tal como habían aparecido, desaparecían de pronto. Se daba cuenta de que él era una más de ellas. Pero ¿para qué preguntarse, otra vez, por qué estaba allí? Ya no tenía respuestas. ¿Entonces, para qué perder el tiempo si no podía volver atrás?

Aunque estuviera en las últimas, aún le quedaba amor propio para cuidar su aspecto. Aún podía hacerlo pero, dentro de poco él también se transformaría en uno de aquellos desechos humanos que merodeaban por allí. Por lo menos, pudo comprobar que la gente humilde era buena, siempre había alguien que le daba una moneda y también algún café y un pincho, pagado de antemano, en alguna tasca. No solía alejarse, solo en la estación, entre los andenes y la gente que iba y venía, se sentía seguro. A veces soñaba con que subía a uno de aquellos trenes y se alejaba de la ciudad para siempre. Pero a dónde iba a ir. Estaba tan cansado. Fuera donde fuese, seguiría siendo el hombre acabado en que se había convertido. Dormía en uno de aquellos vagones, lo había elegido entre cientos, alejado de los andenes principales, cerca de los pabellones abandonados. Por las noches, otros hombres vagaban por allí. Algunos completamente drogados, o borrachos; todos ruinosos y desesperados. Le aterraba verse a sí mismo de ese modo, en un futuro próximo. Ya no era ningún joven, el tiempo le ganaría la batalla.

Aquella mañana se miró en un escaparate. Podría pasar por un jubilado que iba a dar un paseo. Un poco macilento, pero discreto. A esas alturas ya nada le importaba demasiado, ni siquiera la Policía. Tal vez estaría mejor volviendo a la cárcel.

Porque había cumplido condena. Fueron años duros, pero el presente era mucho peor.

Su vida, entonces, era perfecta: Negocios, dinero, alguna cana al aire de vez en cuando y una mujer preciosa en casa. Eran la envidia de todos los que les conocían. Aquello se estropeó cuando se enteró de que su esposa y Ribera, su socio, tenían un lío. Investigó y acabó encontrándoles en la habitación de un hotel. Se volvió loco y golpeó a Ribera con saña. Se había atrevido, el muy desgraciado, a reírse de él llamándole perdedor. Se enzarzaron en una pelea; agarró la pesada lámpara que estaba sobre la cómoda y le golpeó en la cabeza, sin parar, no se daba cuenta de lo que estaba haciendo. Los gritos de su mujer le devolvieron la razón. ¡Lo has matado! decía espantada.

La alameda bordeaba el río; el día estaba soleado, así que se acomodó en un banco para sentir el calor del sol y mirar las aguas bajando hacia el mar. En la placita, una abuela columpiaba a su nieta que gritaba encantada ¡Más alto, yaya, más alto! Las contempló durante un rato. Luego se puso en pie y empezó a caminar por la orilla, paró un momento como si no supiera a dónde dirigirse o como si quisiera estar seguro de algo. Luego levantó la cabeza, miró al cielo y se tiró al agua.


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