Era
morena, de sonrisa fácil y ojos observadores y brillantes. Joven, pero no tanto
como para que su cuerpo ya hubiera adquirido esa rotundez de las mujeres
hechas. Se llamaba Elena Granados y además estaba muy bien preparada para el puesto.
La había escogido entre otras por eso y porque le había parecido que no era
peligrosa. No quería líos, ya había tenido suficientes, ahora necesitaba un
poco de tranquilidad para conseguir que Pilar volviera a confiar en él.
Acababa de cumplir sesenta años y debía
confesarse que se estaba haciendo mayor. Se conservaba bien, seguía delgado,
sin una sola arruga en la cara, le gustaba vestir bien y era una buena compañía
para quien le tratase. Pero veía en el espejo que estaba perdiendo el cabello y
que sus pectorales habían perdido la firmeza. Lo que peor llevaba era aquella
especie de muerte en la entrepierna. Echaba en falta los momentos imprevistos
en que de pronto sentía que había vida allí sin que pudiera controlarlo. Tal
vez sea lo mejor, se consolaba, esto le ayudaba a cumplir su promesa a su mujer.
Para tranquilizarse se decía que eran demasiados años con ella y que esa era la
razón. No sentía nada. La adoraba, pero en la cama le dejaba indiferente. No le
parecía justo pensar así, seguro que a ella le pasaba lo mismo, era algo
natural que habría que asumir.
Aquel
brote violento de deseo que comenzó cuando Elena, su secretaria, cambió de
perfume, le pilló de sorpresa. Sin sospechar lo que él sentía, se movía por la oficina
como una gacela, con diligencia y suavidad, sin mirar a nadie más tiempo del
necesario. Pensó entonces que parecía a punto de romperse o que se pondría a
llorar en cualquier momento. Cuando él entraba a la oficina y aspiraba el aire,
sabía ya si ella estaba trabajando o si había entrado a su despacho; era
delicioso el nerviosismo y la animación que se habían adueñado de su cuerpo, era
como un perro olfateando el aire en busca de su amo.
Empezó
a reírse de sí mismo, no era para menos. Parecía un jovenzuelo enamorado por
primera vez. Pensaba en ella, imaginaba situaciones que le excitaban. Entró en unos
grandes almacenes y buscó el aroma familiar entre otros y cuando lo encontró,
compró un frasco. Se lo regaló a su mujer; como ya esperaba, ella lo dejó en el
baño. Era como un fetiche. Cuando se
duchaba a las mañanas, lo abría y lo olisqueaba con fruición. Pero él no vivía
mucho tiempo de fantasías, necesitaba acción. Quería sentirlo de verdad. Perdió
la cabeza, estaba tan obcecado que no dudó en arriesgarse, no le importaba
hacer el ridículo.
Comenzó su asalto con cuidado, pero cada día
se sentía más excitado. Se dejó llevar sin disimulo. Aún así mantuvo las
formas, era su empleada y estaban en la oficina. De vez en cuando se le quedaba mirando con
una sonrisa divertida y no bajaba los ojos cuando él la dejaba ver que se había
dado cuenta.
Al
poco tiempo ella cambió totalmente, parecía feliz, reía por cualquier cosa.
Cambió de imagen, utilizaba ahora ropa juvenil e informal, faldas cortas y
camisetas ajustadas. Por fin podía ver su pelo suelto resbalando por su cara.
Aquello tenía que estar dedicado a él. Y empezó a hacerse ilusiones. Lo planeó
bien y la invitó a cenar. Ella le miró sorprendida, luego pareció decirse 'por
qué no' y aceptó. Estaba preciosa, con un sencillo vestido negro, sin ningún
complemento que ocultara su piel y el pelo peinado en un moño bajo, tan simple
como el resto. Hablaron de cosas triviales, rieron y jugaron a las miradas. De
vez en cuando él la tomaba de la mano, como por casualidad. Una deliciosa corriente circulaba por su
cuerpo, no dejaba de pensar que algo bueno iba a pasar.
En
la puerta de su casa intentó besarla. La deseaba mucho. Pero ella echó su
cabeza atrás despacio y lo miró entre sorprendida y divertida. 'Estoy cansada,
lo siento' le dijo y le besó en la mejilla, antes de desaparecer en el
interior. ¿Qué había hecho mal? estaba seguro de que sabía lo que él deseaba,
creía que ella lo quería también. Luego se dijo que sería de esas que no lo
hacen en la primera cita. De las difíciles. Esas le gustaban más
La
semana siguiente fue extraña, aunque todo parecía igual. Elena estaba contenta,
se mostraba encantadora con él, incluso se dejó arrinconar en el pasillo de los
servicios. Intentó besarla, pero ella se apartó suavemente y le dejó allí,
caliente como una estufa.
Aquellos días se sentía vivo, fuerte y animoso, la cabeza ocupada por
pensamientos deliciosos. Pero ¿qué objeto tenía aquello si no podía
completarse? Al salir de la oficina aquella tarde, pensó que le vendría bien ir
a casa dando un paseo. Necesitaba pensar, necesitaba aclarar sus ideas, aquello
podría ser solo una ilusión, la última. Sin darse cuenta, sus pasos le llevaron
hasta la calle de Elena. Una vez allí pensó que podría tocar el timbre, tal vez
le animara a subir. Se acercaba al portal cuando la vio venir. Iba acompañada
por una amiga. Era mucho más alta que ella, la llevaba abrazada por los
hombros, se miraban y se reían con complicidad. Cuando llegaron a la puerta, se
besaron en la boca con evidente apasionamiento y luego desaparecieron en el
portal. Desde donde estaba pudo escucharlas reír. Estuvo allí, quieto, sin
poder reaccionar y luego siguió caminando.
No
le dijo que la había visto. Siguió mirándose en el espejo cada mañana
observando el paso del tiempo. Había perdido el brillo y la alegría, aunque aún
se excitaba al oler aquella colonia. Pero cada vez menos, eso sí.
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