viernes, 21 de agosto de 2015

¿A qué huele Elena?










     Era morena, de sonrisa fácil y ojos observadores y brillantes. Joven, pero no tanto como para que su cuerpo ya hubiera adquirido esa rotundez de las mujeres hechas. Se llamaba Elena Granados y además estaba muy bien preparada para el puesto. La había escogido entre otras por eso y porque le había parecido que no era peligrosa. No quería líos, ya había tenido suficientes, ahora necesitaba un poco de tranquilidad para conseguir que Pilar volviera a confiar en él. 

      Acababa de cumplir sesenta años y debía confesarse que se estaba haciendo mayor. Se conservaba bien, seguía delgado, sin una sola arruga en la cara, le gustaba vestir bien y era una buena compañía para quien le tratase. Pero veía en el espejo que estaba perdiendo el cabello y que sus pectorales habían perdido la firmeza. Lo que peor llevaba era aquella especie de muerte en la entrepierna. Echaba en falta los momentos imprevistos en que de pronto sentía que había vida allí sin que pudiera controlarlo. Tal vez sea lo mejor, se consolaba, esto le ayudaba a cumplir su promesa a su mujer. Para tranquilizarse se decía que eran demasiados años con ella y que esa era la razón. No sentía nada. La adoraba, pero en la cama le dejaba indiferente. No le parecía justo pensar así, seguro que a ella le pasaba lo mismo, era algo natural que habría que asumir.

     Aquel brote violento de deseo que comenzó cuando Elena, su secretaria, cambió de perfume, le pilló de sorpresa. Sin sospechar lo que él sentía, se movía por la oficina como una gacela, con diligencia y suavidad, sin mirar a nadie más tiempo del necesario. Pensó entonces que parecía a punto de romperse o que se pondría a llorar en cualquier momento. Cuando él entraba a la oficina y aspiraba el aire, sabía ya si ella estaba trabajando o si había entrado a su despacho; era delicioso el nerviosismo y la animación que se habían adueñado de su cuerpo, era como un perro olfateando el aire en busca de su amo. 

     Empezó a reírse de sí mismo, no era para menos. Parecía un jovenzuelo enamorado por primera vez. Pensaba en ella, imaginaba situaciones que le excitaban. Entró en unos grandes almacenes y buscó el aroma familiar entre otros y cuando lo encontró, compró un frasco. Se lo regaló a su mujer; como ya esperaba, ella lo dejó en el baño.  Era como un fetiche. Cuando se duchaba a las mañanas, lo abría y lo olisqueaba con fruición. Pero él no vivía mucho tiempo de fantasías, necesitaba acción. Quería sentirlo de verdad. Perdió la cabeza, estaba tan obcecado que no dudó en arriesgarse, no le importaba hacer el ridículo. 

     Comenzó su asalto con cuidado, pero cada día se sentía más excitado. Se dejó llevar sin disimulo. Aún así mantuvo las formas, era su empleada y estaban en la oficina.  De vez en cuando se le quedaba mirando con una sonrisa divertida y no bajaba los ojos cuando él la dejaba ver que se había dado cuenta.

     Al poco tiempo ella cambió totalmente, parecía feliz, reía por cualquier cosa. Cambió de imagen, utilizaba ahora ropa juvenil e informal, faldas cortas y camisetas ajustadas. Por fin podía ver su pelo suelto resbalando por su cara. Aquello tenía que estar dedicado a él. Y empezó a hacerse ilusiones. Lo planeó bien y la invitó a cenar. Ella le miró sorprendida, luego pareció decirse 'por qué no' y aceptó. Estaba preciosa, con un sencillo vestido negro, sin ningún complemento que ocultara su piel y el pelo peinado en un moño bajo, tan simple como el resto. Hablaron de cosas triviales, rieron y jugaron a las miradas. De vez en cuando él la tomaba de la mano, como por casualidad.   Una deliciosa corriente circulaba por su cuerpo, no dejaba de pensar que algo bueno iba a pasar.

     En la puerta de su casa intentó besarla. La deseaba mucho. Pero ella echó su cabeza atrás despacio y lo miró entre sorprendida y divertida. 'Estoy cansada, lo siento' le dijo y le besó en la mejilla, antes de desaparecer en el interior. ¿Qué había hecho mal? estaba seguro de que sabía lo que él deseaba, creía que ella lo quería también. Luego se dijo que sería de esas que no lo hacen en la primera cita. De las difíciles. Esas le gustaban más 

     La semana siguiente fue extraña, aunque todo parecía igual. Elena estaba contenta, se mostraba encantadora con él, incluso se dejó arrinconar en el pasillo de los servicios. Intentó besarla, pero ella se apartó suavemente y le dejó allí, caliente como una estufa.

      Aquellos días se sentía vivo, fuerte y animoso, la cabeza ocupada por pensamientos deliciosos. Pero ¿qué objeto tenía aquello si no podía completarse? Al salir de la oficina aquella tarde, pensó que le vendría bien ir a casa dando un paseo. Necesitaba pensar, necesitaba aclarar sus ideas, aquello podría ser solo una ilusión, la última. Sin darse cuenta, sus pasos le llevaron hasta la calle de Elena. Una vez allí pensó que podría tocar el timbre, tal vez le animara a subir. Se acercaba al portal cuando la vio venir. Iba acompañada por una amiga. Era mucho más alta que ella, la llevaba abrazada por los hombros, se miraban y se reían con complicidad. Cuando llegaron a la puerta, se besaron en la boca con evidente apasionamiento y luego desaparecieron en el portal. Desde donde estaba pudo escucharlas reír. Estuvo allí, quieto, sin poder reaccionar y luego siguió caminando.

     No le dijo que la había visto. Siguió mirándose en el espejo cada mañana observando el paso del tiempo. Había perdido el brillo y la alegría, aunque aún se excitaba al oler aquella colonia. Pero cada vez menos, eso sí. 



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