Volví a ver la casa roja en una de las esquinas de la calle. Era una de esas antiguas, sin nada que la
hiciera especial o diferente a las demás, quizá por eso la habían pintado de
aquel color. En una de las lonjas, en el cruce, un neón se encendía y apagaba
siguiendo el compás, anunciando que allí había un Sex-shop. Una de las calles
iba en línea recta y se perdía en una hilera de casas, todas similares. La
otra, bajaba una ligera pendiente hasta desembocar en una plazuela destartalada,
donde jugaban algunos niños. Sabía que aquella era la zona donde estaba
enclavado el barrio chino.
Viendo
a las mujeres que recorrían la calle, o hablaban entre ellas, sentí de nuevo
que había estado allí ya otras veces, pero no podía recordar cuándo, ni por
qué. Decidida, sin ninguna duda, tomé la calle que bajaba. La impresión de que
se repetía algo, de que aquello ya lo había vivido, me inquietaba.
De
las ventanas colgaban sábanas y otras prendas, al sol, de dentro salían voces
de conversaciones, disputas, llantos de niños y los pitidos de la presión de
alguna olla. Una vieja cruzaba la calle despacio, sin mirar a ningún lado,
concentrada en sus pasos para no resbalar y caer. Un coche bajaba por la
calzada e hizo sonar la bocina varias veces, frenando con brusquedad. La mujer
continuó su camino sin apurar el paso y sin levantar la vista del suelo.
Aquello me había pasado ya antes, estaba segura. ¿Qué significaba? Olía, una
vez más el aroma a berza y pescado viejo, eso también lo recordaba.
Por fin me paré delante de la casa de azulejos rojos y ventanas blancas.
Al parecer había llegado a mi destino. No sabía qué iba a hacer, pero sí sabía que
tenía que entrar y subir; entonces escuché el llanto. Una mujer lloraba
desconsolada, con un llanto profundo, que brotaba del fondo de la garganta y la
ahogaba. Me sentí angustiada, una fuerza superior me empujó a entrar en el
portal y subir las escaleras de dos en dos; me paré delante de una puerta en el
segundo rellano. Los lloros pasaban a través de ella y podía oírlos ahora
perfectamente. Entonces fue cuando me di cuenta de que era la voz de mi hija. Lloraba
y me llamaba y era tanta su angustia que parecía a punto de ahogarse.
Llamé, pero nadie abría, golpeé la puerta con tanta furia que, por un
momento, pensé que caería abajo. No fue así. El llanto cesó un segundo y
después volvió a oírse aún más desesperado.
De
pronto me encontré sentada en mi cama. Mi corazón golpeaba mi pecho
alocadamente, la cabeza me daba vueltas, aquel dolor se extendía por mi brazo y
un sudor frío mojaba mi cuerpo. Cuando conseguí tranquilizarme me di cuenta de
que aquello había sido un sueño. Un sueño que se repetía de vez en cuando, que
sucedía siempre en el mismo lugar, cerca de la casa roja, bajando por la calle
hacia la placita, aunque cada vez lo que sucedía era diferente.
Esta vez había
sido cruel.
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