domingo, 18 de octubre de 2015

Sobre la confianza




Tintero Virtual XXIX . Oro




No siempre, pero bastante a menudo papá me llevaba al colegio por las mañanas. Papá era muy guapo, todas mis amigas me lo decían y además era alto y vestía siempre con unos trajes que le sentaban muy bien. Yo iba agarrada de su mano orgullosa, saludando a los vecinos y las mamás de mis compañeras de clase. Algunas se acercaban y se ponían a charlar con papá. Pero él siempre iba deprisa para llegar a tiempo a su oficina. 

Yo era una niña revoltosa, me decían todos que no paraba quieta y que hablaba todo el tiempo. Era cierto, pero qué podía hacer, me gustaba reír y jugar; después de todo solo tenía nueve años.
El día de mi Primera Comunión mi tía Elsa me regalo una sortija de oro con una piedra roja cuadrada y tallada y unas pequeñas muescas a los lados. Me encantó, estaba muy orgullosa de ella, pero mamá solo me dejaba ponerla algunos días especiales, no fuera a perderse. Una mañana, busqué la cajita donde se guardaba, en el cajón de la cómoda del dormitorio de mis papás, me la probé, miré mi mano en el espejo e hice varios gestos para ver los destellos que lanzaba la piedra. Iba a guardarla cuando papá me dijo que teníamos que irnos y no me dio tiempo a dejarla en su sitio. Me la llevé puesta al colegio.

Me pasé la mañana contemplando mi mano y enseñándole mi tesoro a mi compañera. Luego se me ocurrió meter la mano bajo la tapa del pupitre y dejar que la sortija rodara por el borde del cajón, levantando y bajando la tapadera. Al poco tiempo mi compañera le dio un golpe a la tapa y dijo: 'Para quieta'. Me quedé sin habla del dolor. La sortija se partió y ambos extremos se clavaron en mi piel. No dije nada.

Tampoco lo dije en casa, no sabía cómo explicar que había estado fisgando en las cosas de mis padres, que había llevado la sortija al colegio y se me había partido. Traté de ocultar mis manos para que nadie se diera cuenta de que llevaba puesto el anillo. Pronto vi que no podía sacarlo de mi dedo porque este se hinchaba más y más debido al cuerpo extraño que se había clavado en su carne.
Al tercer día papá me tomó de la mano cuando íbamos al colegio, sentí un dolor tan agudo que se me escapó un grito ahogado.

Y así fue cuando todos se enteraron de mi travesura. Tuvieron que llevarme al hospital, sacaron la sortija de mi mano, me curaron y recetaron algo contra la infección. Estuve varios días sin valerme por mi misma para casi nada. Debí darles pena a mis padres porque no me riñeron. Papá me habló de la confianza, dijo que valía mucho más que cualquier joya de oro, que debía ser mutua, ellos querían confiar en que les informaría de cualquier cosa que me pasara y querían confiar también en que comprendiera que las cosas privadas, lo son y no se revuelve en ellas.

Ahora soy mayorcita, conservo la pequeña cicatriz en mi dedo y guardo mi sortija de oro y piedra roja. Se la ofrecí a mi hija, pero son otros tiempos y a ella no le gustan estas cosas.




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