miércoles, 9 de marzo de 2016

Edificando sueños





De la Red
(Netwriters sueño)







Cuando decidí que me iría a la Universidad, mi madre me hizo una colcha de retazos para mi cama. Hacía tiempo que había terminado la carrera y estaba allí, sentada sobre ella, fumando un cigarrillo, y mirando por la ventana a la calle desierta. Eran las dos de la mañana y llovía mansamente.
Pensaba en Sara y no podía dormir. Sara era una de mis amigas de la infancia, a la que hacía mucho que no veía; nos acabábamos de encontrar en la consulta de un médico. La alegría dejó paso a la preocupación: estaba muy enferma.

Un pensamiento me llevó a otro. Retrocedí unos años; me vi jugando con ella en el parque, resbalando por el tobogán, y a nuestras madres charlando sentadas en un banco.

En aquel tiempo, nuestras familias vivían en un tercer piso, en la zona del ensanche de la ciudad; la casa era el único edificio de pisos del entorno, los demás eran chalets; algunos, edificados hacía pocos años; otros, viejos palacios llenos de misterios. Desde la ventana de la sala de casa, podíamos ver el jardín de uno de esos enormes palacios; los ventanales abiertos a los jardines, con una pista de tenis, en la que jugaban a menudo vestidos de blanco, el pelo recogido con cintas elásticas, o con gorras de visera. Los veía evolucionar por la cancha; me parecía que bailaban una danza llena de un sentido que a mí se me escapaba. ¿Cómo sería la vida de aquellas personas? ¿Qué se sentiría pudiendo vivir en aquel precioso palacio, entrar por los caminos de grava en aquellos coches negros y bajar de ellos solo cuando el chofer te abría la puerta? Fue ya por entonces, cuando comencé a soñar que edificaba casas, todas pequeñas, porque quería que todo el mundo pudiera disfrutarlas. Planificaba cómo las distribuiría para que no les faltara de nada. Por aquellos días, leí Genoveva de Brabante, y cambié mis sueños de edificar casas por acondicionar la cueva en la que ella había vivido durante años.

Cuando cumplí los trece mi atención se trasladó a la casa blanca de la plazuela, en la que solía jugar con mis amigas. Pertenecía a la Obra Social de la Caja de Ahorros y, en ella, se hospedaban señoritas que habían venido a la ciudad a trabajar, o a estudiar, y no disponían de casa propia. Caminaban por la acera a paso rápido, yendo y viniendo, siempre atareadas, con aquellos vestidos, zapatos de tacón y sus melenas cuidadas. Pero, sobre todo, me gustaba observarlas cuando llegaban con un hombre; se detenían en la verja de entrada al jardín y se entretenían charlando como si no quisieran despedirse. Yo pensaba: ahora va a besarla, seguro que lo hace. A veces sucedía y, otras, simplemente se daban la mano. Si se habían besado, él la miraba subir las escaleras, por si ella se volvía a sonreírle antes de desaparecer por la puerta.

Ya sabía que me iría de la ciudad, cuando enfermó mi padre. Fue una época terrible, casi sin esperanza. Dejé mis planes en suspenso, tenía que estar allí. Perdí todo aquel curso; murió papá, y recordé que había algo que debía hacer.

No viví en una residencia, sino en un estudio minúsculo con lo imprescindible. Ningún hombre me acompañaba hasta la puerta, tampoco me besaban en la boca. Solo invité a un par de ellos a tomar una copa, o a cenar comida china del restaurante de la esquina...

De vez en cuando visitaba a mi madre. La casa estaba ahora rodeada de otros edificios de pisos y, los chalets, desaparecerían por completo.

Volví a pensar en Sara, en el tiempo que había pasado tan rápido, en los sueños que se truncaban de pronto, sin remedio. Acabé el cigarrillo y traté de dormir. Al día siguiente tenía una obra en León y debía viajar muy de mañana.






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