domingo, 17 de abril de 2016

Emociones fuertes






(Netwriters Confesiones)








Pit y yo fuimos compañeros de estudios un año tras otro, pero solo cuando estábamos a punto de acabar el Instituto, nos hicimos amigos. Fue sencillo, decidimos hacer juntos el trabajo de fin de curso y por eso empezamos a vernos fuera del Liceo. 

La primera vez fuimos a su casa. Por el camino Pit me pidió que esperara un poco y entró en un super a comprar algo. Antes de comenzar el trabajo, sacó de la mochila dos paquetes de chips, dos latas de refresco y unas barritas de chocolate.

— Ha sido genial —me dijo entre risas— se las he pelado al del merca
— ¡Estás loco! Y si llegan a pillarte, ¿qué?
— Joder, es genial ¿Nunca lo has hecho? La sangre circula por tu cuerpo a más velocidad, hasta llegar a la cabeza y explotar allí. La próxima vez te vienes conmigo.

Me lo tomé a broma, no pensaba ir a afanar nada a ninguna parte. Pero volvimos a reunirnos, esta vez en mi casa, y entré con él al super de turno. Nos llevamos varias bolsitas de aperitivos, dos de patatas fritas, una caja de quesitos, chocolate y dos refrescos. Pagamos las bolsas de patatas y lo demás salió en nuestras mochilas.

Fue emocionante. Así que, como si fuera un juego, repetimos la fechoría una y otra vez, nunca en las mismas tiendas; luego pasamos a otros hurtos más consistentes. Nada de lo que robábamos nos hacía falta, ni siquiera eran cosas que nos interesaran de manera particular, pero a medida que crecía el peligro, aumentaba el placer y se nos olvidaba todo lo demás. 

Aquello no podía durar, un día, un guarda jurado del tamaño de un armario, agarró a Pit por el cuello de la chaqueta, lo subió al aire y se lo llevó a la Oficina del director del Gran Almacén, en el que intentábamos hacernos con algunas cremas y perfumes de precio. Era la primera vez y la cosa no fue más allá de una buena reprimenda y la amenaza de hablar con sus padres si lo volvían a ver por allí. Yo esperaba a la puerta, nerviosa por lo que me pudiera tocar si él les había hablado de mí.
No lo hizo, tampoco le preguntaron. Todo quedó como la chiquillada de un chaval deseoso de aventuras. 

Casi a finales de curso, cuando ya habíamos terminado nuestro trabajo, Pit me propuso otro plan. Esta vez era más peligroso y de mayores consecuencias. Mi cabeza me decía que debía alejarme de él, pero aún recordaba la emoción de robar sin que te vieran y salir de las tiendas sin que nadie se diera cuenta. Además Pit me gustaba. Tenía ese punto de ángel y canalla que suele atraer tanto. El caso es que me dejé llevar.

Durante unos días vigilábamos a mujeres mayores; elegíamos las que tenían aspecto de gente adinerada, las seguíamos, dábamos el tirón y salíamos corriendo. Una noche seguimos a una que vivía en una calle con poco tráfico y solía retirarse sobre las diez. Nos cruzamos con ella, yo tiré de su bolso y Pit le arrancó una cadena con un medallón. Con el forcejeo la mujer cayó al suelo y se dio un golpe en la cabeza. Fue horrible, sangraba. Estuvimos a punto de salir corriendo, pero no pudimos hacerlo. Llamamos a urgencias y con la ambulancia vino la policía.

— Se lo juro, señor Comisario - confesé muy asustada - solo queríamos divertirnos. Lo del tirón ha sido la primera y única vez, nunca habíamos hecho nada semejante antes. Créame.

Le insistí al poli, pero no me creyó y no logré convencerle. Pasé cuatro años en un Reformatorio. Pit lo tuvo peor, porque, era ya mayor de edad y reincidente, así que lo metieron en chirona. Hace tiempo que no sé nada de él, la última vez que nos vimos estaba muy perdido.


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