domingo, 22 de enero de 2017

El kiosko de la Pajarera











Para todos era La Pajarera, sonreía porque le gustaba el apodo, iba bien con ella.

En el Parque Principal de Jalaque, en medio de setos y parterres, al pie de caminos asfaltados por donde paseaba mucha gente, estaba el kiosko de Matilde La Pajarera.  Era una de esas casetas verdes con un tejadillo de plástico rojo imitando tejas. Se sentía afortunada porque tenía espacio suficiente para un pequeño aparato que lo mismo enfriaba que calentaba y una silla para poder sentarse. Y sobre todo podía ganarse la vida con soltura. Tenía unos cuantos años, llevaba toda la vida encerrada en aquel estrecho habitáculo y últimamente abría por la mañana hasta las tres y a la tarde cerraba, porque no se encontraba muy bien.

Hablaba poco y nunca de sus problemas, después de todo a sus clientes no les faltaban los suyos y a ella no le gustaba resultar pesada,  lo mejor era no quejarse.  Las ventas de periódicos habían bajado mucho desde que todo el mundo leía las noticias al momento en el móvil o en el ordenador, otro tanto sucedía con las revistas y otras pequeñas cosas que siempre se habían vendido muy bien. A La Pajarera, a estas alturas, pocas cosas la preocupaban. Su madre había muerto, no tenía hijos porque nunca se había casado, tenía su piso y algunos ahorros para la vejez. No necesitaba más. Bueno, sí tenía algo que la interesaba mucho: sus pájaros.

Un día Matilde tiró al paseo las migas de un bollo que alguien le había traído, de inmediato el suelo se llenó de gorriones peleándose por ellas. Le hizo gracia, era bonito verlos revolotear y porfiar por la miga más grande. Dos o tres días después recordó aquello y compró un pequeño pan y lo fue desmigando. Observó a los pajarillos, eran como las personas, los más fuertes comían más, los débiles, temerosos o pequeños, esperaban detrás a que los primeros quedaran satisfechos, para acercarse luego a ver si habían dejado algo. Entonces ella decidió alimentarles por turnos, primero los comilones, luego los demás.

Al cabo de un tiempo el paseo estaba lleno de pajaritos de todas clases que, ya no solo venían a por sus migas de pan, sino que paseaban por él, piando alegremente, volando y saltando cerca de la kiosquera. Eran tantos que la gente, al pasar, se les quedaban mirando porque era una bendición ver a aquellas aves, siempre asustadizas, jugueteando aunque ellos pasaran a su lado.

El kiosko de Matilde estuvo cerrado tres días, nadie sabía por qué, los pajaritos esperaban metidos entre las ramas de los setos, cantando alegremente confiados. El segundo día una señora, que venía de la panadería con su barra en una bolsa, partió el currusco y lo desmigó. Se montó una fiesta de gorriones volando, chillando y empujándose los unos a los otros. Tenían hambre.

Matilde volvió a su trabajo y a cuidar a sus amigos, no contó a nadie por qué había faltado aquellos días, pero sí le contaron que alguien se había ocupado de alimentar a sus pájaros y eso le dio mucha tranquilidad. Una mañana apareció por el parque una pareja, el hacía fotografías, o eso pensó ella hasta que la joven se acercó y empezó a hacerle preguntas. Como ya he dicho a Matilde no le gustaba hablar y menos de sí misma, por eso la charla acabó pronto. Dos días después sus clientes se paraban a comentar que la habían visto en la TV en las noticias locales; todo el mundo hablaba de los pájaros revoloteando cerca del kiosko alegrando el parque.

Murió seis meses después; durante unos días nadie lo supo, el kiosko permaneció cerrado, los pájaros al rededor esperaban pacientemente. Por fin un hombre puso un cartel avisando de la muerte y a renglón seguido, alguien se hizo cargo de alimentar a los amiguitos de La Pajarera.






No hay comentarios: