Nadie sabe dónde se encuentra Roqueblanco, yo no
lo sabía hasta el día que llegué allí. Roqueblanco es un pueblo con nueve casas
sobre una colina, rodeadas de pastos y de bosques. En invierno se esconde bajo
la nieve, el resto del año se tuesta al sol los días buenos y rezuma humedad
cuando llueve. Rara vez estamos los veintitrés vecinos, como no sea en agosto
cuando algunos vienen a echar una ojeada a sus casas y a pasar unos días de
descanso.
Me llamo Eduardo Maspons, tengo veintiséis años y
soy el más joven del pueblo. Vivía en Barcelona en un estudio pequeño, soy
Técnico de Sonido y trabajaba en la televisión autonómica, tenía algunas amigas
con derecho a roce y creía que era feliz; no me daba cuenta de que dormía poco,
trabajaba mucho, bebía bastante, fumaba porros y a veces tomaba otras cosas más
fuertes para poder con mi vida. La noche que murió Alma habíamos bebido mucho y
reíamos hartos de marihuana. Por eso no nos dimos cuenta de que nos metíamos en
el carril contrario y que venía un autobús de frente. Conducía yo. Di un
volantazo y dejé su lado para que parara el golpe. Dijeron que fue el instinto
pero lo hice y ella murió.
Dos años y medio en la cárcel hacen la vida
larga, sobre todo si llevas en tu conciencia el peso de un cadáver y si este es
el de tu mejor amiga. Estaba mal y no dejé mis vicios sino que allí los
incrementé para olvidar y no odiarme más a mí mismo. Cuando salí, no había un
lugar para mí, seguí con mi adicción y cuando llegué al fondo me llevaron a un
centro de desintoxicación.
Había sufrido y seguía pasándolo mal, pero ya
había aprendido la lección. Al salir tuve suerte y pude volver a mi trabajo
pero en otra cadena. Necesitaba tener una vida normal, así que intenté ligar un
par de veces, pero la sombra de Alma volaba sobre mí y se me aparecía si
cerraba los ojos. Me había vuelto taciturno y aburría a las mujeres. Así que
dejé de intentarlo y me dediqué a salir al campo. Caminaba hasta quedar sin
aliento, sin meta, andar por andar. Luego me sentaba en cualquier lado y me
dedicaba a pensar contemplando la Naturaleza. Quería morir, estuve a punto de
conseguirlo pero me volví atrás en el último momento. Estaba perdido y no
conseguía hallar una razón para vivir, qué sentido tenía mi vida, a quién le
importaba. Un sábado preparé mi mochila. Llegué a un pueblo del que no sabía ni
el nombre, dejé el coche bien aparcado y comencé a caminar, seguí la carretera,
luego me interné por un camino estrecho que atravesaba un bosque, al final
había campos cultivados cuyas lindes se perdían de vista. Así fue como vi
Roqueblanco la primera vez.
El pueblo
estaba semi abandonado, así que el Gobierno autonómico había restaurado algunas
casas para ofrecerlas en alquiler a los valientes que se animaran a repoblarlo.
Me preocupaba saber de qué viviría, también si me adaptaría a aquella vida
apartada de todo. No fue fácil, es cierto, pero ahora hago fotografías y vídeos
del pueblo y alrededores y de la flora y fauna de toda la zona. Me las compran
y me pagan bien. Y escribo crónicas, soy como un enlace con la capital y aquí
no necesito mucho para vivir. Cuando bajo al pueblo traigo todo lo que me
encargan los vecinos, los bajo a misa los domingos y a las tardes jugamos al
dominó. Me baño en el río aunque el agua está fría, me regalan productos de la
huerta. De vez en cuando me acerco al pueblo más cercano y trato de entablar
amistad con alguna chica del entorno, si tengo suerte y ligo, bien. ¿Quién
sabe? alguna a lo mejor se anima a hacerme compañía aquí arriba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario