martes, 8 de agosto de 2017

Días de verano












 
La mujer morena sube la gradulux de la oficina de seguros, en la acera de enfrente y mira al infinito, ensimismada, tal vez, en la imagen de la playa donde ha estado de vacaciones.
La panadería, una de esas que venden de todo, ya abrió a primera hora de la mañana. Por la acera va y viene gente con el pan bajo el brazo, ojeando el periódico; otros dejan a sus perros sueltos, en la hierba del jardín que divide la calle y esperan, mirando hacia otro lado, como si ellos tuvieran ese punto de pudor que no tienen sus mascotas.

Bajo mi ventana escucho confusamente una conversación en la pescadería. Recuerdo que en esa lonja no hay quien respire los días que hace sol y calor. Cuando entro a comprar pienso que los peces reciben mejor trato, tan fresquitos sobre su lecho de hielo picado, que los empleados. Pregunto por qué no ponen aire acondicionado y me dicen que no pueden, tampoco persianas ni toldos. Como no encuentro ninguna lógica en todo esto, pregunto por qué no pueden y así me entero de que es una norma de la casa en la que se aloja la lonja, según la cual no se pueden modificar las fachadas en absoluto, nadie, tampoco en los pisos, nada de toldos, de cierres, de aparatos de aire acondicionado, nada que rompa la suave armonía de la manzana de viviendas.

Resulta que yo vivo ahí y me pregunto cuando he decidido yo que eso sea así. Ya; habrá sido en una de esas reuniones comunales a las que no asisto, porque creo que las convocan justo los días en que saben que hay menos vecinos en el pueblo, o sea en invierno.

La de la mercería pasa las horas muertas fumando cigarrillos en la puerta del negocio. Pienso cuántos hiladillos, alfileres e hilos hay que vender para reunir el dinero de pagar la renta. Me gusta ella, tiene buen gusto para escoger lo que vende, para ella misma también y es simpática. Creo que intenta cotizar para poder jubilarse jubilosamente. 

Sentada en la terraza de uno de los barcitos de la zona, tomando un tinto de verano y unas gildas, me he comprado una pulsera. El africano que me la ha vendido me ha pillado por sorpresa; generalmente nunca les miro a los ojos, porque si te enganchan con los suyos ya no se puede decir que no quieres ni una pulsera, ni un collar, incluso ni uno de esos 'pelucos' que llevan que parecen tanques de guerra. Es azul, la pulsera digo. 'Mira que bien te queda con el vestido que llevas' ''deja, deja... que tengo más y luego no me las pongo'' 'Póntela' y ya me la está poniendo; mi acompañante se ríe con disimulo, creo que espera que, de un momento a otro, me ponga respondona con el vendedor. 

Pues no, se la he comprado: ''cuánto'' '15E' ''15?, te doy 10'' 'bueno, pero que sepas que pierdo'

Eso fue el viernes. Hoy, sentada en otra terraza, con mi hermosa pulsera en la muñeca, se acerca otro africano. Este vende relojes, mira mi brazo y me dice: 'esa pulsera te la he vendido hace tiempo, ya no vendo esas cosas' ''no sé, la verdad, si fuiste tú, pero la compré el otro día''

Me quedo mirándole, por más que le miro no consigo distinguir si era o no el del viernes, puede que sí, puede que no...Es un tópico, ya lo sé, pero algunos negros me parecen iguales.

'Cuánto has pagado' ''10E''  '10??, caro'

Y se va tan satisfecho, no sé si porque su compañero me ha vendido barato y le alegra que no sepa hacer negocio, o porque yo he sido una pipiola que he pagado el doble de lo que vale la joya.

En la bahía han echado el ancla varias embarcaciones blancas, con las velas recogidas. Los pasajeros toman el sol o se lanzan al agua. Nadan hasta la plataforma y juegan en el tobogán. Bermeo acaba de ganar la regata, la gente jalea a los remeros y luego todas las traineras se dirigen hacia el puerto, a la plaza del Ayuntamiento, allí el alcalde les dará los trofeos y después de los parabienes volverán a su casa.

Hay días de verano en los que no pasa nada.



No hay comentarios: