jueves, 28 de abril de 2022

El despacho de mi padre

 

 

 

 

 


 


 

Había pasado parte de mi vida tratando de entenderle y la otra queriéndole y admirando su manera de vivir. Y tuvo que ser cuando yo ya había traspasado la edad de soñar y estaba tratando de poner en práctica mis sueños, cuando sucedió algo que abrió mis ojos a la comprensión y el porqué de su manera de ser.

El despacho de mi padre era el Sancta Sanctorum de la casa. Había estanterías en las que se amontonaban libros que no se podrían leer en toda una vida; una mesa de madera pulida; notas escritas con plumas de puntos dorados; un secante en forma de barcarola y dominándolo todo, una preciosa máquina de escribir Underwood, cuyo nombre: Sotobosque, era toda una promesa. De niño me gustaba espiar a mi padre silenciosamente. Yo también quería ser escritor.

Permanecía sentado en su silla giratoria, trabajando o mirando por el ventanal, ausente, pensando en vete a saber qué. Era un hombre callado, que parecía vivir en un mundo ajeno, aunque estuviera frente a ti. Yo esperaba que me mirase y me viera, que por fin me hablara, me demostrara que me había reconocido. Ansiaba pasear, tomados de la mano, por los senderos que rodeaban la casa y que me enseñara el nombre de los árboles que daban sombra. Siempre estaba preparando un nuevo libro y necesitaba tranquilidad, nos decía mi madre, así que nos empujaba suavemente hacia la parte de la casa en que estaban nuestras habitaciones.

Viajaba continuamente a lugares alejados, cada vez a uno diferente; en ellos debían sucederle cosas emocionantes que luego trasladaba a sus libros. Después llegaba, nos daba un beso y se iba. Desaparecía en su despacho o por la puerta de la calle. Un día se fue y no volvió más. Todas sus cosas quedaron como suspendidas en el aire, temblando. Mi madre se sumergió en el silencio y nos dejó doblemente huérfanos. Escuché todas esas frases de consuelo de los que nos acompañaron en esos momentos. Pensé que la muerte está ahí esperando y que mi padre se encontró con ella, inesperadamente.

Anduve perdido.  Me dio por sentarme en la butaca que él había ocupado y pensar; no podía creer que algo había podido con él, con su fortaleza, con su conocimiento de la vida. También sobre si debía ahora ejercer de cabeza de familia, para ayudar a mi madre, que seguía en silencio; hablaba solo lo necesario, pero no la veíamos llorar, ni decía cómo se sentía. Llegó el momento en que tuvimos que ordenar las cosas que habían formado parte de su vida. Con una sensación de pena y miedo me dije que lo que somos está escrito real o metafóricamente, en lo que hemos guardado mientras vivimos. En carpetas marcadas por años se acumulaban folios y folios, escritos a mano o a máquina, con lápiz o bolígrafos de distintos colores; llenos de correcciones y tachaduras, parecían ser comienzos de novelas, desechos de algunas que finalmente habían visto la luz. Leyéndolos supe que él también había dudado; yo creía que era un hombre seguro de sí mismo, que sabía lo que había que decir y que no se equivocaba.

En un cajón de la mesa encontré un pequeño cuaderno de pastas negras acharoladas, sujeto con una goma alrededor y envuelto en un papel de flores muy delicado. Lo abrí. Dudé si debía leerlo, pero la curiosidad pudo más y lo hice. En él mi padre había dejado su alma; comprendí entonces por qué no parecía nunca feliz. Resultaba de lo más convencional, pero para él fue su historia. Había amado a otra mujer; durante un tiempo se había entregado a aquel amor y luego había renunciado a él. No seguí leyendo, me dio vergüenza adentrarme en algo tan íntimo. Giré la butaca, miré por el ventanal y recordé cuántas veces lo había visto a él haciendo aquello. ¿Estaría pensando en ella? En ese momento yo pensé en mi madre. ¿Debía mostrarle esta libreta? Después de todo para qué. Pero por otra parte, ¿quién era yo para privarle de algo que les pertenecía? Decidí tantearla con cuidado y después vería.

-Hay demasiadas cosas, no sé qué vamos a hacer con ellas -me dijo

- Ya iremos disponiendo todo poco a poco, no te agobies. Quizá debiéramos dejarlo por hoy. Vamos a la sala que te preparo un café, descansas y charlamos

Le puse la taza en la mano y me senté a su lado. Quería ver su cara cuando le dijera que su marido había querido a otra toda su vida. Porque había decidido ya que iba a contárselo. No así, claro. Encontraría el modo de hacerle el menor daño. Pero, no pude, todavía no. Sentada frente a mí, su mirada era oscura, como perdida en las profundidades de un abismo. Pensé que estaba muy triste y me pareció cruel añadir más tristeza con algo que ya no tenía remedio.

Sin darme cuenta, poco a poco, me apropié del despacho de mi padre, de sus libros y de su máquina de escribir. Tecleé con ella algunas palabras sin ilación que acabaron, para mi sorpresa, contando una historia. Mis manos se movían con rapidez por las teclas blancas y frías, de anillo metálico que acogía mis dedos; las ideas surgían sin conexión dejando paso a otras. Tenía algo que contar, podía disponer las palabras en el lugar en que se convertían en frases con sentido; incluso usaba giros que nunca hubiera imaginado que conocía. Había algún misterio en la máquina de mi padre, que me empujaba a escribir sin descanso, sabiendo lo que quería contar.

Me llevó mucho tiempo y esfuerzo, pero cuando pensé que ya había terminado, inicié una lectura para quitar, añadir y corregir errores. Había escrito de una manera tan arrebatada, que no había sido consciente de que lo que contaba, era algo bastante aproximado a lo que había entendido sobre la vida de mi padre.

Me pareció que mi relato sería la mejor manera de contar a mi madre lo que yo sabía y él había dejado escrito.

 

 

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