jueves, 5 de mayo de 2022

Tea with lemon

 

 

 

 

 


 

 

 

Doña Pamela Calasparra y Diego de los Maizales acostumbraba a tomar el té a las cinco en punto, todos los días. Se levantaba de la siesta y se preparaba como si fuera a salir. Sagrario, Sagrarito como la llamaba ella, era la encargada de servírselo; para ello se ponía su delantal blanco de fina tela almidonada, la cofia y los guantes, como se había hecho siempre en aquella casa; disponía el servicio en la bandeja y, con el agua en su punto de temperatura, se iba a la sala de la señora.

Desde la cocina llegaba un tenue aroma a la infusión y a bizcocho recién horneado, aunque ella prefería primero unos ligeros canapés, hechos de pan con jamón de York y mantequilla y una copita de Oporto del que compraron cuando estuvo allí con Marcelo, su marido.

Sagrarito ponía sobre la mesita auxiliar, la bandeja con la tetera de porcelana de alegre color amarillo, asa y pitorro verdes, el cuenco con limones, verdes y amarillos, partidos en rodajitas muy finas y la jarrita barrigona a juego de lo demás, con una nube de leche para suavizar el sabor fuerte de la infusión. Era una tradición que se remontaba a tres generaciones, por lo menos.

Aquel juego de té lo había traído una de sus tatarabuelas, cuando dejaron India para regresar a casa, después de años viviendo allí. Envuelto en hojas de higuera y en papeles de la prensa de entonces, el juego aguantó el largo viaje y las siguientes mudanzas que vinieron después, ya que el tatarabuelo, su esposo, fue Gobernador General de la India y otras cosas similares, a lo largo de su vida.

Por eso, Sagrarito pisaba con pies de plomo cada tarde, cuando debía subir la bandeja cargada a la señora, no fuera a caerse.

Un día frío de invierno, Sagrario no preparó el té de la mañana, ni acudió a la llamada insistente de doña Pamela, que esperó un tiempo prudente por si la doncella se había dormido. Era algo que nunca había sucedido hasta entonces y cuando le pareció que había esperado suficiente, se puso la bata y subió las escaleras que llevaban al piso donde dormía la ayudante. Nunca se había acercado a aquella parte de la casa. Hacía frío allí, pensó, y las escaleras eran muy empinadas. Sagrario, cubierta con las mantas hasta las cejas, se había quedado dormida y no tenía intención de despertar. La descendiente de la gobernadora, consorte del Gobernador de las Indias, dio tres pasos atrás prudentemente; con mucho cuidado levantó las ropas de cama y miró de reojo, para certificar que la buena mujer estaba muerta.

Salió del cuarto despavorida, bajó las escaleras a tanta velocidad que a punto estuvo de caerse. Al llegar abajo se quedó quieta sin saber qué hacer: tendría que llamar a alguien, pero ¿a quién? Y aún no había tomado el té. ¿Quién iba a preparárselo ahora? Entró en la cocina. Sobre la mesa estaba dispuesta la bandeja con la tetera amarilla de asas verdes, los limones en su cuenco y la jarrita panzuda esperando la leche caliente. Además, Sagrarito, esta vez, había añadido un jarroncito con flores de color rosa y amarillo, con pequeñas hojitas verdes. Se acordó entonces de que era su cumpleaños.

 Miró a un lado y otro y tomó una decisión: puso agua en una taza que sacó de la alacena, buscó una bolsita de té, de las que tomaba Sagrarito, la sumergió dentro y metió todo en el microondas. Cuando estuvo bien caliente, fue a sentarse en su sala. Iba a llorar un poco, pero primero tomaría la infusión, que se había hecho muy tarde.

 

 

 

 

 

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