jueves, 9 de junio de 2022

Un dios menor

 

 

 

 


 

 

 

 

Aquel lugar no era un Olimpo de primera, carecía de las nubes suficientes y tampoco el sol brillaba allí, como si amaneciera en un día de verano. Aquel dios, se miraba en un claro del cielo azul y se atusaba la barba, contemplando su apostura; aquel pobre dios tampoco era un dios de primera, sino uno ridículo y sujeto a la burla de otros seres celestiales. Caminaba por los pasillos estrellados con andar zambo y pies doloridos, porque siempre le tocaba pisar las puntas de las estrellas.     

Para él no había paz en este reino de deidades, si algo no iba bien en algún festín de los dioses, era el culpable, el que siempre debía solucionarlo. Las noches que había bacanal y acudían las amantes de las divinidades, abría la séptima puerta y se quedaba allí esperando, consiguiendo que se burlaran sus colegas porque no sabía hacer bien las cosas. No era que no quisiera o no lo intentara, solo que era imposible, porque su madre, la diosa Briseida, le había aplastado una noche en que se quedó dormida, mientras le amamantaba y ahora era un ser celestial de aspecto flacucho y piel amoratada, del que decían que no servía para casi nada. Había llorado tanto que sus ojos eran dos ranuras, custodiadas por una corte de arrugas que causaban asombro a los que no le conocían. Parecía reírse de todo y de todos. Esto le había llevado a situaciones desagradables, propiciando que, por su mal carácter, su nariz tuviera ahora una extraña forma, moldeada hacia la izquierda, que moqueaba sin previo aviso.

Epaphroditos (para mayor escarnio) así le había puesto de nombre su madre, estaba ya más que harto. En el Olimpo 7-3ª se comentaba que era un amargado, tosco y solitario y que, cómo iba a encontrar una diosa bacanal que se fijara en él. Así que un milenio de aquellos, preparó el hatillo y dejó aquel Cielo en busca de otro mejor, donde no fuera el último mindundi. Saltó de estrella en estrella y por si, de aquella manera, no se alejaba lo suficiente, resbaló por las galaxias y encontró por fin un Olimpo de primera, donde no le cobraron por la entrada, le asignaron una nube privada y una diosa de cabellos de sol y dulce sonrisa.

En aquel cielo no reinaba, sino gobernaba un dios y no una diosa: Epiktetos, se llamaba y así era todo allí, nuevo y recién construido. Encargaron a Epaphroditos el asunto de las lluvias y las tormentas, porque los dioses también trabajan en los Olimpos de nueva factura, ya que una cosa es vivir bien y otra que la abundancia caiga de la nada. Ese trabajo lo conocía él bien y contaba con las herramientas que sí le funcionaban, pues podía soplar con fuerza.

En aquella parte del Universo, soplan vientos suaves, los agujeros negros están rellenos de pequeños planetas y estrellas perezosas que, a veces, salen de paseo y vuelan velozmente por los remotos confines.  Solo cuando Epaphroditos se enfada o ha soplado mucho y está cansado, llueve en el mundo al que llaman Tierra de manera alocada, para consternación de los terrícolas.

 

 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Una imaginación desbordante con calidad descriptiva. Excelente