El campo de maíz se extiende hasta donde se funde con el
cielo. Cuando llegamos al pueblo aún está verde y poco a poco las mazorcas
brotarán amarillas y brillantes. Mis primos y yo entramos a la yosa y nos
metemos entre ellas para arrancarles las barbas y hacernos cigarrillos que nos
hacen toser. Hay un mundo callado y misterioso en el entorno. Siempre me han
gustado esos momentos de soledad, en los que puedes descubrir y admirar cosas
que te han pasado desapercibidas. Tengo mi lugar secreto y muy personal en esta
casa; subo al camarote, allí huele a manzanas maduras y calor y todo está en
silencio. En la pared frontal hay una pequeña ventana y desde ella se divisa
todo el Valle y los montes que lo rodean. En los días de tormenta, con los
rayos restallando en el cielo, a veces la belleza es tan grande que me hace
llorar mansamente. Me asombra que el mundo no se detenga para admirarlo. Esta
casa es, desde hace años, nuestro hogar en los meses de verano.
En el jardín, bajo la parra, sentada en su butaca de enea, la
abuela lee. Me gusta mirarla porque cuando lo hace, mueve los labios como
murmurando y yo me pregunto por qué. Es
una persona dulce y paciente que, a pesar de haber tenido ocho hijos y haber
perdido algunos, continua alegre y pícara. Soy su recadista, me gusta tenerla
cerca.
-- Pili, sube a mi cuarto y bájame el chal, que está
refrescando
--Pilar, ¿me traes las gafas? No sé dónde las he dejado
--Si vas a la higuera tráeme unos higos, hija, que me
apetecen mucho. Pero ten cuidado.
Voy y vengo, contenta de serle útil. La casa está perdida en
medio del campo, tiene tres pisos. Allí vivieron nuestros abuelos, por eso nos
reunimos en ella parte de la familia cuando llega el verano. Tiene un jardín
delantero, un paseo bajo una parra enredada en un arco metálico, y en la
trasera una huerta con lechugas, tomates y varios árboles frutales. Una caseta hace
de garaje y guardamos las bicis. También es donde nos escondemos a hablar de
cosas emocionantes y planeamos merendolas en el campo, o bajadas a la playa en
una barca de remos, cuando la corriente del río nos empuja al mar.
Yo escribía esto por aquel entonces. Ni siquiera sabía que
hacerlo tuviera mayor importancia.
Algo que pasó más tarde, me hizo comprender que escribir me
ayudaba a ordenar mis ideas y a repasar cosas que veía sin darme cuenta.
Alejados del ruido de la ciudad, nos bañábamos en la playa y
jugábamos a guardias y ladrones por los campos y los bosques. No nos fijábamos
en nuestros padres, ellos también parecían divertirse y aprovechar el tiempo de
vacación. Por eso nos asustó tanto ver llorar a la abuela con desconsuelo y a
sus hijas tratando de consolarla:
--No te preocupes, ama. Enseguida le soltarán ¿de qué van a
acusarle?
--Seguro que ha sido un error. No llores que no pasa nada
Pero entre ellos lo que decían era otra cosa. Los niños
andábamos por allí, asustados porque algo estaba pasando y eso se notaba mucho.
Yo quería saber qué sucedía y me quedaba muy quieta para que no se dieran
cuenta de que estaba allí.
--Ha sido esta noche –decía mi aita, gesticulando
nervioso—han dado golpes en la puerta a las tantas y la han forzado. Ramón
estaba en la cama y no ha tenido tiempo de hacer nada. No le han dejado ponerse
más que un abrigo y han desaparecido con rapidez. No sabemos a dónde lo han
llevado. He llamado a Gonzalo Peñalver a ver si él puede enterarse de algo.
--Pero ¿qué les han dicho, por qué? –pregunto la tía Flora,
que empezaba a llorar
--No dicen nada, hermana, llegan y si estás te llevan. Ya te
explicarán después. Eso con suerte.
Aquel verano se acabó todo. Nuestros padres fueron de acá
para allá buscando información por medio de amigos del régimen, arriesgándose
temerosos. Por fin, al cabo de unos días, un policía, amigo de un amigo, les dijo
que estaba en el cuartel de La Salve y que después lo llevarían a Madrid.
--De qué le acusan –le preguntaron
--De comunista. Como a todos los que no piensan como ellos y
destacan en algo.
Hablar de la Salve era nombrar al demonio. Los que habían
pasado por allí y podían contarlo narraban cosas imposibles de creer en seres
humanos.
Mi tío poseía una maravillosa biblioteca, con libros de todas
clases, algunos prohibidos que traía cuando viajaba por trabajo, porque tenía
una fábrica. Le gustaba la música, protegía a grupos que cantaban canciones del
país. Era un bohemio, intelectual. Estuvo siete años en el Dueso. No había
hecho nada. Cuando volvió a casa era otra persona, había envejecido muchos
años. Apenas hablaba, pero observaba todo y si decía algo era para hacer
preguntas. Te miraba fijamente con una atención en el fondo de sus ojos propia
de alguien que ha aprendido a guardar silencio. Los niños éramos niños, no
entendíamos de política ni podíamos imaginarnos lo que significaba que nuestro
tío hubiera desaparecido durante tanto tiempo.
Fuimos creciendo, murió nuestra amama, algunos primos se
fueron a terminar los estudios lejos y solo volvieron de visita. Murieron
también algunos de nuestros padres y otros, al no estar la abuela, dejaron de
venir a la casa, salvo cuando se celebraba alguna fiesta familiar. Crecimos y
en el entretanto y a pesar de la vida, aprendimos a bailar, a reír mirando a
los chicos y chicas, nos enamoramos locamente, cada verano, bailando Reloj
no marques las horas.
La casa sigue ahí, la higuera se murió un día, quizá de pena
porque se quedó sola. Y ahora a la Yosa le llaman la Parcelaria.