lunes, 5 de septiembre de 2022

Diario de un día cualquiera 3 setiembre . Tránsito

 

 

 


 

 

 

Lo que más deseaba era tomarle de la mano y caminar con él por aquella nueva ruta, pero él siempre se adelantaba tres o cuatro pasos, como si quisiera enseñarme el camino. No miraba hacia atrás, con zancadas seguras, buscando el horizonte, parecía tener prisa, pero tampoco deseaba alejarse demasiado para no dejarme sola en medio de aquel lugar dulce y amargo a la vez.

Pronto aumentó la distancia, sus pies parecían sobrevolar el suelo, podía contemplar su nuca poblada de cabellos plateados. De pronto, en un parpadeo, desapareció.

 

 

 

jueves, 1 de septiembre de 2022

Diario de un día cualquiera 2 - setiembre

 

 

 

 

 

 

 


 


 

En medio del silencio suena el piii de algún mensaje del wasap, alguien me desea buenos días o me pregunta si voy a salir. Me gustaba el sonido del aparato que Telefónica colocó en mi casa cuando nos dimos de alta, hace tantísimos años. Para conseguir la línea debíamos esperar porque había cola. Cada mañana, casi a la misma hora, sonaba el teléfono y mi madre me deseaba los buenos días y me contaba y preguntaba lo que había sucedido el día anterior. Eran unas conversaciones magníficas que, a veces, acababan en un enfado que se había olvidado para la llamada siguiente.

Ahora hay demasiado silencio. Algunas mañanas aún me encuentro esperando que suene el teléfono que ya no tengo. Ahora, de vez en cuando, me sobresalta el pitido de un wasap en el que una carita alegre me desea buenos días. Menos es nada.

 

 

 

jueves, 25 de agosto de 2022

Diario de una día cualquiera 1- verano

 

 


 

 


 


Verano

 

Atardecía ayer y yo miraba por la ventana tratando de decidir si me iba con el perro a caminar por el paseo de la playa o lo dejaba en casa y tomaba una cerveza con una amiga. Entonces me di cuenta de que algo había cambiado en el ambiente: estaba oscureciendo, o quizá no era para tanto, pero el sol había perdido el brillo del verano. Tuve una clara sensación de que algo se acababa para dejar paso a otra cosa.

Me fui con el perro; hasta en el paseo se veía menos gente, la mayor parte personas mayores disfrutando del paisaje y aprovechando que no había patinetes, ni bicis y podían moverse con tranquilidad. Personas mayores ¡cuántas! Y que vivas, que hermosas, que abiertas a hablar con los demás, a explicarte si algo no sabes. En los bordes del paseo había unas cuantas casas rodantes, preciosas y no diré que en todas, pero en algunas, viajaba gente con mucha vida a su espalda, dispuesta a seguir acumulando más.

Me gusta sentarme frente al mar, a cualquier hora y tanto si llueve como si hace sol. En silencio. Creo que suelo pensar, la mente se desliza sola y sin ningún propósito y digo creo porque luego se me olvida todo, solo me queda la sensación de plenitud. Cuando vuelvo a casa, mi perro me mira amoroso y me dice que quiere volver a salir, aunque haga tanto calor. Estoy cansada. Acabo de soñar que aún puedo con todo, pero la realidad me devuelve a mi sitio. Me miro al espejo y me pregunto quién soy yo, si esta que veo o esa que imagino.

Luego busco la correa del perro, le hago una señal y sale corriendo alegremente porque voy a llevarle a olisquear por todos lados. 

 

 

 

jueves, 30 de junio de 2022

La casa de la higuera

 

 

 


 

 

 

El campo de maíz se extiende hasta donde se funde con el cielo. Cuando llegamos al pueblo aún está verde y poco a poco las mazorcas brotarán amarillas y brillantes. Mis primos y yo entramos a la yosa y nos metemos entre ellas para arrancarles las barbas y hacernos cigarrillos que nos hacen toser. Hay un mundo callado y misterioso en el entorno. Siempre me han gustado esos momentos de soledad, en los que puedes descubrir y admirar cosas que te han pasado desapercibidas. Tengo mi lugar secreto y muy personal en esta casa; subo al camarote, allí huele a manzanas maduras y calor y todo está en silencio. En la pared frontal hay una pequeña ventana y desde ella se divisa todo el Valle y los montes que lo rodean. En los días de tormenta, con los rayos restallando en el cielo, a veces la belleza es tan grande que me hace llorar mansamente. Me asombra que el mundo no se detenga para admirarlo. Esta casa es, desde hace años, nuestro hogar en los meses de verano.

En el jardín, bajo la parra, sentada en su butaca de enea, la abuela lee. Me gusta mirarla porque cuando lo hace, mueve los labios como murmurando y yo me pregunto por qué.  Es una persona dulce y paciente que, a pesar de haber tenido ocho hijos y haber perdido algunos, continua alegre y pícara. Soy su recadista, me gusta tenerla cerca.

-- Pili, sube a mi cuarto y bájame el chal, que está refrescando

--Pilar, ¿me traes las gafas? No sé dónde las he dejado

--Si vas a la higuera tráeme unos higos, hija, que me apetecen mucho. Pero ten cuidado.

Voy y vengo, contenta de serle útil. La casa está perdida en medio del campo, tiene tres pisos. Allí vivieron nuestros abuelos, por eso nos reunimos en ella parte de la familia cuando llega el verano. Tiene un jardín delantero, un paseo bajo una parra enredada en un arco metálico, y en la trasera una huerta con lechugas, tomates y varios árboles frutales. Una caseta hace de garaje y guardamos las bicis. También es donde nos escondemos a hablar de cosas emocionantes y planeamos merendolas en el campo, o bajadas a la playa en una barca de remos, cuando la corriente del río nos empuja al mar.

Yo escribía esto por aquel entonces. Ni siquiera sabía que hacerlo tuviera mayor importancia.  

Algo que pasó más tarde, me hizo comprender que escribir me ayudaba a ordenar mis ideas y a repasar cosas que veía sin darme cuenta.

 

Alejados del ruido de la ciudad, nos bañábamos en la playa y jugábamos a guardias y ladrones por los campos y los bosques. No nos fijábamos en nuestros padres, ellos también parecían divertirse y aprovechar el tiempo de vacación. Por eso nos asustó tanto ver llorar a la abuela con desconsuelo y a sus hijas tratando de consolarla:

--No te preocupes, ama. Enseguida le soltarán ¿de qué van a acusarle?

--Seguro que ha sido un error. No llores que no pasa nada

Pero entre ellos lo que decían era otra cosa. Los niños andábamos por allí, asustados porque algo estaba pasando y eso se notaba mucho. Yo quería saber qué sucedía y me quedaba muy quieta para que no se dieran cuenta de que estaba allí.

--Ha sido esta noche –decía mi aita, gesticulando nervioso—han dado golpes en la puerta a las tantas y la han forzado. Ramón estaba en la cama y no ha tenido tiempo de hacer nada. No le han dejado ponerse más que un abrigo y han desaparecido con rapidez. No sabemos a dónde lo han llevado. He llamado a Gonzalo Peñalver a ver si él puede enterarse de algo.

--Pero ¿qué les han dicho, por qué? –pregunto la tía Flora, que empezaba a llorar

--No dicen nada, hermana, llegan y si estás te llevan. Ya te explicarán después. Eso con suerte.

Aquel verano se acabó todo. Nuestros padres fueron de acá para allá buscando información por medio de amigos del régimen, arriesgándose temerosos. Por fin, al cabo de unos días, un policía, amigo de un amigo, les dijo que estaba en el cuartel de La Salve y que después lo llevarían a Madrid.

--De qué le acusan –le preguntaron

--De comunista. Como a todos los que no piensan como ellos y destacan en algo.

Hablar de la Salve era nombrar al demonio. Los que habían pasado por allí y podían contarlo narraban cosas imposibles de creer en seres humanos.

Mi tío poseía una maravillosa biblioteca, con libros de todas clases, algunos prohibidos que traía cuando viajaba por trabajo, porque tenía una fábrica. Le gustaba la música, protegía a grupos que cantaban canciones del país. Era un bohemio, intelectual. Estuvo siete años en el Dueso. No había hecho nada. Cuando volvió a casa era otra persona, había envejecido muchos años. Apenas hablaba, pero observaba todo y si decía algo era para hacer preguntas. Te miraba fijamente con una atención en el fondo de sus ojos propia de alguien que ha aprendido a guardar silencio. Los niños éramos niños, no entendíamos de política ni podíamos imaginarnos lo que significaba que nuestro tío hubiera desaparecido durante tanto tiempo.

Fuimos creciendo, murió nuestra amama, algunos primos se fueron a terminar los estudios lejos y solo volvieron de visita. Murieron también algunos de nuestros padres y otros, al no estar la abuela, dejaron de venir a la casa, salvo cuando se celebraba alguna fiesta familiar. Crecimos y en el entretanto y a pesar de la vida, aprendimos a bailar, a reír mirando a los chicos y chicas, nos enamoramos locamente, cada verano, bailando Reloj no marques las horas.

La casa sigue ahí, la higuera se murió un día, quizá de pena porque se quedó sola. Y ahora a la Yosa le llaman la Parcelaria.