Tenía una
cama de dos metros, una guitarra española, las botas del cincuenta y dos, que
usaba para entrar en la cámara frigorífica, tres cuchillos afilados con mango
negro y un machete de matarife. Como no era un asesino en serie, debía ser
carnicero. Bebía a grandes sorbos y llenaba cualquier sitio donde se sentaba. Era
mejor no invitarle a comer porque no se saciaba nunca.
Las chicas se asustaban cuando les pedía una cita. Debe de ser muy bruto,
pensaban y demasiado grande. Por más que se esforzara, fuera romántico y
generoso, ninguna se animaba a probar y así, no había manera de que fueran a
contarlo a sus amigas y que la noticia de sus virtudes corriera por el pueblo. ¡Qué
culpa tenía él! se lamentaba, si se había criado con buenas chuletas de buey y
había crecido más de lo habitual.
- ¿De quién será este chico? -comentaban por el pueblo las malas lenguas-
el Tomas es más bien canijo.
Había días que estaba tan frustrado que se metía en la cámara y la emprendía a
machetazos con los cuartos y mitades, que esperaban su turno para salir al
mostrador. Le sentaba bien, era como nadar en una playa, en Galicia, en pleno
invierno. Ese fin de semana la Melanie había salido corriendo cuando le había
visto empalmado y él estuvo a punto de hacer una locura, porque la chica le
gustaba mucho y así no había manera.
Con el paso del tiempo ya había asumido que era un pobre desgraciado al que no
querría nadie. No había nada que pudiera hacer más que resignarse y seguir con
su oficio. A veces, cuando recortaba los pollos, terneras o conejos en piezas,
imaginaba que eran cuellos, brazos, nalgas y pechos de tantas mujeres que luego
las compraban. Procuraba tratarlas con mucho esmero. Las miraba con disimulo y
se decía: esta tiene buena tajada en ese culo hermoso, la Vicenta podría hacer
un buen caldo con sus tetas redondas.
Estaba perdiendo la cabeza, seguramente acabaría mal.
Para bajar un poco la tensión decidió ir a la capital a ver si al cambiar de aires todo volvía a su ser. Como siempre, Madrid estaba lleno de gente apresurada, pero aún se detenían a mirarle. Esa tarde estaba sentado en un rincón de la barra de uno de esos bares de época, donde se preparan enormes bocadillos de calamares y cerveza bien fría. Podía sentir los ojos de los clientes clavados en su nuca, porque les daba la espalda. Le tocaron suavemente en el hombro. La cara de una mujer se reflejaba en el espejo del mostrador:
-Oye ¿podemos hablar? -le dijo en voz muy baja
Trepó a uno de los taburetes y le miró de frente. Tenía unos bonitos ojos y una boca que, al sonreír, mostraba unos dientes diminutos. La observó sin disimulo. Él tan elevado y ella tan terrenal, juntos eran la viva estampa de un error de la Naturaleza, lo más parecido a un cuadro de Velázquez en pleno siglo XXI. Aun así, o por ello, se sintió a gusto de inmediato. Se reía con facilidad, tenía muy claras sus prioridades, había estudiado y ahora trabajaba. Estaba preparada para coger la vida con las dos manos y bebérsela de un sorbo.
Recorrieron Madrid, de La Castellana a Chamberí y olvidaron si alguna vez tuvieron casa o algo que perder. Se reconocieron centímetro a centímetro, él tantos y ella tan pocos… y todo fue nuevo: la tostada con mantequilla y el café, los besos de ida y vuelta y la manera de ganarse la vida. Y si nada funcionaba, harían reír a la gente en un circo.
Tenían una cama de dos metros, una guitarra española y un armario con la Dama del Lago pintada en colores. Dentro, la ropita de un niño que nunca llegó a nacer.
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