viernes, 22 de noviembre de 2013

No te metas en líos



De la Red







A Boni le gustaran mucho las angulas y además, aquellos minúsculos pececillos eran un buen pico para el presupuesto familiar. Cada otoño, al anochecer, salía de casa con su farol, cedazos, un buen trozo de queso y pan en la cesta y la bota de vino colgando del hombro. Bien abrigado, aunque sabía que le tocaría pasar frío y que los huesos le dolerían durante una buena temporada. Se sentía bien. En su casa se acostaban como las gallinas, a las nueve todo el mundo, personas y animales, ya dormían en el caserío.

Con la boina bien calada hasta las cejas, bajaba por la cuesta hacia Las olas, la playa de su pueblo y luego, por el paseo marítimo, a buen ritmo se encaminó hacia la embocadura del río, allí donde moría fundiéndose con el mar. Sentado en el pretil, su amigo Boni vigilaba el sedal de las cañas, atentamente.
-    Aupa Txomin! ¿Qué tal la pesca hoy?
-    Ya sabes Boni, no hay mucho que pescar. Pero algo siempre cae: hoy una mojarra y dos lubinas de buen tamaño. Espera, que recojo y me voy contigo, que quiero ver si encuentro algún lenguado en la entrada de la ría. Te veo con el farol, así que irás a angulas, seguro. ¿Cuándo vas a decirme por donde las pescas?

Txomin y él eran vecinos desde hacía muchos años; vivía en el caserío Mendigoikoa, que lindaba con sus tierras de pastos y siempre se habían llevado bien. El deporte favorito de Mendi era indagar dónde echaba Boni Aurtenetxea, del caserío Aspaldiko, los reteles. Porque el de Aspaldiko era una leyenda entre los anguleros.  Boni llevaba saliendo a pescar aquellos diminutos pececitos desde que pudiera recordar; su aitxitxe le llevaba en su barca y pasaban la noche parados en medio de la ría, silenciosos y expectantes, a la espera, como dos depredadores vigilando a su víctima.

Las angulas son peces curiosos, dicen que son las crías de las anguilas, estas desovan en lugares muy alejados del pueblo de Boni, pero las corrientes y el tiempo acaban empujando a los pececillos hasta aquel  mar frío, para luego hacerles subir de nuevo, buscando remansos para transformarse en lo que serán de adultas.

-    Agur Txomin, que tengas suerte en la pesca, ya me dirás pues – Boni no gastaba demasiadas palabras. Le gustaba más escuchar que hablar.
-    Gero arte, Boni. Veo que hoy tampoco, eres un zorro que se esconde bien. Pero si quieres te acompaño jajaja…
-    No, prefiero estar solo que tú no callas, jeje eres lo más parecido a una vieja cotilla.

Podía quedarse en la orilla, buscar los recodos por donde él sabía que las angulas descansaban de su viaje, dudó un momento si quedarse en la allí o remar al centro de la ría y esperar pacientemente a que la corriente empujara a las angulas que aún eran jóvenes y se dejaban arrastrar. Optó por lo último y remó despacio. Lo primero que hay que tener para ser angulero es paciencia y mucho aguante a las inclemencias del tiempo. Él tenía todo eso y una cabeza que siempre estaba dando vueltas a las cosas. Pensó en el dinero que sacaría por la pesca de aquel día. Si era buena le sacaría un puñado de duros a Gervasio el del restaurante La Gaviota y también al alcalde, que siempre le tenía dicho que las primeras debían ser para él. Incluso podría llevarle algún kilito a Martina la pescadera, para que las vendiera a la mañana en su tienda al triple de lo que le había pagado a él. Eso sería suficiente para pagar al Joseba, porque si no le daba lo que le debía, este no dudaría en reclamárselo y se enteraría Itxaropena de que había vuelto a jugar y de nuevo había perdido. No quería pensar en ello, porque esperaba solucionarlo y nadie lo sabría. Joseba era un bruto a todas horas, pero mucho más cuando alguien le debía dinero del juego y no le pagaba; él también tenía que dar cuentas a los mafiosos de las apuestas y estos no se andaban con bromas si las cuentas no estaban claras. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, no sabía si de miedo o de frío.


A eso de las seis de la mañana la cesta estaba a medias, envueltas en el lienzo blanco habría unos cinco quilos de angulas; no serían suficientes, pero aquella noche ya no daría más de sí. Tomó los remos y empezó a aproximarse a la orilla. Aún estaba oscuro cuando vio una lucecita que temblaba en el recodo; alguien pescaba por allí; ¿Quién se atrevía? nunca había visto a nadie en aquel lugar; todo el mundo sabía que aquella era, más o menos su zona. Respetar  el lugar de trabajo de los demás, era una ley no escrita. Dejó que la corriente arrastrara silenciosamente la embarcación hacia la orilla y echó una ojeada a ver si veía al ladrón.  No había nadie, así que decidió meterse entre los arbustos para pescarlo in fraganti. Escondido allí, como un furtivo, pudo verle, recostado en el tronco de un árbol cortado, con las manos sujetas tapándose el estómago, plácidamente dormido. Sin meter ruido se paró frente a él y vio que no le conocía de nada. Miró en su cesta y comprobó que había hecho una buena captura, claro, se dijo, cómo voy a pescar yo.

Estaba furioso, aquel hombre le había robado lo suyo. Ya se iba con mucho sigilo para no despertarle, cuando lo pensó mejor y volvió sobre sus pasos, metió la mano en el cesto y sacó el atadillo de angulas y se alejó de allí.

A media mañana, todo el mundo hablaba en el pueblo de la suerte del Boni, que había pescado como unos diez kilos de angulas aquella noche y había recibido buenos duros por ellas. En aquel lugar no había secretos fáciles de guardar, así que no pudo ocultárselo a Itxaropena que, en cuanto lo supo, tomó aquel dinero y lo guardó en la caja metálica cerrada con un candado, que escondía en algún lugar del caserío, tan secreto que ni el mismo Boni lo conocía. Lo buscó por todos lados, pensando que si podía encontrarlo y coger lo que debía, luego ya le contaría a su mujer algo para convencerla, pero sobre todo, quería que no se enterara de que había vuelto a jugar y tenía deudas de nuevo. Bastantes disgustos habían tenido ya en otro tiempo a causa de ello. Y, sobre todo, porque le había jurado que no volvería a apostar en el frontón nunca.

Empezó a no dormir por las noches como entonces, no sabía qué hacer para salir del apuro. No se atrevía a salir del caserío, por temor a encontrarse con el bruto de Joseba y le reclamara el dinero, sin importarle si Itxaron se enteraba o no. Una y otra vez se preguntaba para qué le había servido robar a aquel hombre. Por más vueltas que le daba a la cabeza no veía ninguna solución. Lo más sencillo era haberle contado todo a su mujer y ella le ayudaría, pero no podía hacerlo, no tenía derecho a darle aquel disgusto, después de que la última vez, había estado a punto de perder el Caserío a causa de las deudas.


El miércoles fue un día horrible, amenazaba lluvia y empezaba a hacer frío. Boni había madrugado bastante, sacó las vacas al río y las dejó en los pastos de arriba. Vio al hombre recostado en un árbol del camino, entretenido en limpiarse las uñas con mucho cuidado, con una navaja de hoja corta y bien afilada. Cuando se cruzaron, Boni se quitó la boina y saludó: egun on.  El hombre le miró fijamente y sin decir una sola palabra, se acercó a Boni y le clavó la navaja en el vientre.
-     ¡Cabrón!  - Le dijo - te vas a acordar de mí por robarme mientras duermo.
Boni apretaba la herida, mientras veía la sangre que brotaba entre sus dedos. Se lanzó contra aquel hombre y a cabezazos consiguió hacerle correr, antes de irse, hizo una cruz con los dedos y la besó, diciendo:
-    Te vas a arrepentir de esto el resto de tu vida. ¡Como me llamo Agustín!
De nuevo el pueblo se vio alborotado con la noticia: Boni estaba en el Hospital en la ciudad, muy grave y no se sabía cómo acabaría aquello. Todo el mundo hablaba: que si había sido una cuchillada, que si un tiro, otros decían que se había caído por el acantilado.

 Joseba secaba los vasos en la barra de su bar, murmurando:
-    Me cago en todo lo barrido! este cabrón es capaz de morirse con tal de no pagarme lo que me debe. Y a ver qué hago yo cuando vengan los Pepes a cobrar.