miércoles, 9 de julio de 2014

Confidencias a una desconocida


Tema: Cualquier tiempo pasado

De la Red






      Rubén sube la cuesta resollando, de vez en cuando tiene que pararse a tomar aire. La calle está vacía, son las cinco de la mañana y todo el mundo duerme aún. Sentada bajo la marquesina del autobús hay una mujer joven, envuelta en un mantón grueso, no se sabe si espera el bus o simplemente está ahí porque no tiene un sitio mejor a donde ir. Rubén se sienta a su lado y aguarda.
      Varios pájaros cantan desde el alero de alguna de las casas del barrio obrero, en cuyas ventanas empiezan a encenderse las luces aquí y allá. Rubén está cansado, cansado de casi todo. Su esposa está ingresada en el hospital a causa de un ictus que, según le han dicho, la dejará poco menos que como un vegetal para el resto de su vida. Ha pasado el día con ella y la mayor parte de la noche, ahora necesita asearse y descansar un poco y luego volverá antes de que las auxiliares cambien de turno.

      La mujer sentada a su lado tose suavemente. Sin mirarla, Rubén le dice una de esas frases socorridas que rompen el hielo casi siempre:
      — Hace frío ¿verdad? Vd. está bien abrigada al menos.
      Ella le mira de reojo y parece que quiere sonreírle, pero solo consigue una mueca que pinta una expresión amarga en su cara. Ahora que la mira de cerca, Rubén se da cuenta de que es relativamente joven, pero en su expresión no hay vida, solo tristeza y algo que la hace parecer una vieja prematura.
      — Ya no noto nada —le contesta, con voz extrañamente infantil —uno se acostumbra a todo después de un tiempo.
      — ¿Vas o vienes a casa, o es al trabajo? —Vuelve a preguntarle él sin saber por qué, ya que, en realidad no le importa— tienes cara de cansada, así que debes de estar regresando a dormir de una vez.
      — Y tú, viejo, ¿qué haces en la calle tan pronto, vas o vienes?
 El sonríe, le hace gracia el tono de esa pregunta entre descarado y divertido. Esta vez la mira de frente y en sus ojos adivina una ligera chispa irónica que los hace parecer más vivos.
      — Vengo del Hospital donde está ingresada mi esposa y voy hacia casa a descansar un momento, para volver. Como puedes ver, paso mi tiempo yendo y viniendo. Me parece que tú ni vas ni vienes.
      Ahora es ella la que le mira de frente, sonríe con amargura y guarda silencio, ausente.
      Rubén decide que no le importa lo que le pase, no la conoce de nada y ya tiene suficientes problemas con los suyos. Tampoco va a forzarla a hablar si ella no lo desea. Mira el reloj, aún quedan veinte minutos para que llegue el autobús. Sin saber por qué se recuerda a sí mismo sentado en otra parada de autobús, en una ciudad desconocida, rodeado de otras personas que, como él, tratan de resguardarse del frío amanecer y esperan pacientemente. Apenas han pasado dos meses desde que ha llegado al país. Está trabajando en la fábrica donde lo hace Berto, su primo. Él le ha animado a venir. Aquí hay mucho trabajo y ningún problema para los emigrantes, le había dicho.
    
   — Las cosas me fueron bien —dijo, sin darse cuenta de que lo hacía en voz alta— Gané suficiente dinero para comprarme una casita en el pueblo y para casarme con Lina. La conocí en casa de mi primo. Yo llevaba en Alemania unos dos años ya y ella había venido del sur de Italia hacía poco tiempo. Me gustó desde el primer momento, era alegre y algo loca, hablaba con un acento que me hacía olvidarlo todo, cuando ella quería conquistarme.  Aquel país era muy diferente al nuestro, su forma de ser, sus costumbres. Decidimos pronto que lo mejor era casarnos. Nos fue muy bien, al menos durante un tiempo. Yo era feliz. Lina era especial, trabajábamos mucho y disfrutábamos de la vida. Estaba muy enamorado y confiaba en ella.
     
      — Te puso los cuernos —dijo entonces la mujer sentada a su lado, devolviéndole a la realidad
      — ¿Cómo? ¡Ah! sí ¿Cómo lo sabes?
      — Es la misma historia de siempre, no varía. Se largó con tu primo o se ligó a su mujer...
    La miró extrañado, como si la viera por primera vez. ¿Por qué estaba pensando en aquello si se había prometido no hacerlo nunca más y por qué se lo contaba a una desconocida?
      — Ahora no te calles, hombre, tienes que terminar, sino no haber empezado.
      — Lina se fue con un compañero de trabajo con el que me engañaba hacía ya bastante tiempo. Me partió el corazón y empecé a beber. Yo iba cuesta abajo y ella parecía muy feliz y eso la embellecía. Dejé de moverme por donde ella lo hacía, porque solo verla me llevaba a beber hasta caerme sobre la cama y no levantarme en días. Las cosas en el trabajo me iban mal, así que decidí volver a España.
      — Te volviste a casar, por lo que veo, ¿no?
      — No. No me había divorciado. En el pueblo volví a encontrarme con Amelia, una casi novia que quedó allí y seguía en el mismo lugar, sin haber cambiado más que lo necesario a causa de la edad. Nos liamos. Esta vez no le importó el qué dirán, no estaba dispuesta a perder la oportunidad que le brindaba el destino y yo necesitaba de alguien que frenara mis deseos de destruirme cuanto antes mejor. Durante ese tiempo no supe nada de Lina. Un día mi primo me contó que ya no vivía con su pareja y que parecía muy sola. No me importaba nada de ella, no quería saber lo que hacía. Amelia me cuidaba con esmero, era como si quisiera retenerme a fuerza de dedicación, porque sabía perfectamente que no la quería.
      — ¿Y qué pasó? anda cuenta rápido que va a venir el autobús y no te va a dar tiempo. Amelia esta en el Hospital ¿no?
     — No, la que está en el Hospital es Lina.
      — ¿Lina? ¿Cómo que Lina?
      — Sí, ella. Un día apareció en el pueblo. Cuando la vi creí que me moría. Parecía la raspa de una sardina, delgada y amarillenta, mal vestida y peinada. Tan envejecida y derrotada que el dolor de mi corazón se hizo insoportable. ¿Qué podía hacer yo? La quería, siempre lo había sabido. Nunca la había olvidado y ahora me necesitaba. Todo lo demás dejó de tener sentido para mí. Además seguía siendo mi esposa.  Amelia ahora me odia, la dejé sin apenas una explicación, aunque creo que ella ya sabe que yo hubiera querido olvidar siempre, pero no he podido. Pensé que Lina me daba pena, que es eso lo que me empuja a cuidarla y preocuparme de ella. No es verdad, siempre la he amado y ahora, cuando la veo destrozada por las drogas y la mala vida, la quiero más que nunca.
      — Qué suerte tiene, ya me gustaría a mí. Pero locos como tú hay pocos.
      — ¡Ah! Pero cuéntame tú lo que te pasa, que con tanto hablar no te he dejado a ti decir nada.
      — Otro día, ahora llega el autobús ¿Lo ves? Ya no da tiempo. Tal vez volvamos a encontrarnos.
Rubén, ahora, mira por la ventanilla. Sentada bajo la marquesina la mujer agita apenas una mano para saludarle. Él le sonríe. ¡Qué cara más triste tiene! piensa. Solo cuando ya se han alejado tres manzanas, se da cuenta de que ni siquiera sabe su nombre.

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