viernes, 22 de agosto de 2014

Oportunidad


Fotografía de Arturo J. Telle
(Tema: Desapariciones)



            Hacía un calor asfixiante, en el silencio de la mañana se escuchaba el chisporroteo del aceite en la sartén y de ella brotaba un humo pegajoso que se adentraba por la chimenea. Apenas entraba luz desde la ventana abierta al campo y a una poza llena de agua en la que jugaban dos niños.
           
            Lucía atendía a tres cosas a la vez, era la historia de su vida. Freía patatas, mientras troceaba en porciones un pedazo de carne de cerdo, para untarlas con pimentón. La tercera, menos evidente, sin embargo era la que acaparaba totalmente su atención.
           
            Había pasado ya suficiente tiempo, días y meses horribles en los que no se sabía nada pero, contra todo raciocinio, seguía esperando. Las autoridades aseguraban que ya era tiempo de hacerse a la idea de que era muy difícil que su marido apareciera.  Pero en su corazón aún alumbraba una lucecita y no podía o no quería creerlo, tampoco habían encontrado ningún resto que le pudiera confirmar que Néstor se había ahogado aquella mañana, mientras pescaba en los acantilados.  Le decían que no iba a regresar, por más que lo deseara, el mar se lo había tragado. A veces soñaba que llegaría en cualquier momento, que solo se había ido, pero que pronto estaría de nuevo en casa, hasta que la realidad se hizo evidente: no volvería nunca.  
            Los niños entraron en la cocina en tromba, querían comer algo. Partió dos trozos de pan y los remojó en el aceite caliente.
— Soplad antes de meterlo en la boca, que quema —les dijo preocupada
           
            Gracias a ellos porque si no pasaba algo pronto, no resistiría mucho más tiempo en esa tensa espera. Samuel, su jefe, le había prometido conservarle el puesto en el almacén y lo había cumplido, el señor Nelson había demostrado ser una buena persona porque le había pagado el sueldo de Néstor durante los primeros meses. Luego ella había vuelto al trabajo.
            Miró de nuevo a los niños que, sin preocupación alguna, jugaban en el patio tirando a la charca los pequeños juguetes de goma para luego entrar a recogerlos.
                                                       
           Fue una ola más fuerte que las demás la que le arrebató de las rocas echándole al agua.  El remolino se llevaba a Néstor de un lado a otro. Aún quedaba aire en sus pulmones, pero pronto se acabaría y se iría al fondo. Continuó moviendo los brazos desesperadamente, pero la corriente le empujaba hacía algún lado. Iba a morir, lo sabía, se cumpliría la vieja pesadilla en la que acababa ahogándose en el mar. Golpeó el agua con los talones y ascendió hacia la superficie para volver a quedar atrapado en la corriente fría que lo arrastraba como si fuera un barco de papel. Por qué no estaba en casa con Lucía y los niños. Tras el último esfuerzo, dejó de luchar.
           
            Amortiguado, el sonido acompasado del agua golpeando contra las rocas penetró en su cabeza. El aroma a salitre y marisco tentó a su nariz. No entendía qué hacía allí, luego recordó lo sucedido y si realmente podía oler y oír, debía ser porque estaba vivo. Un acceso de tos hizo que echara fuera toda el agua que había tragado. Luego volvió a desmayarse. No sabía cuánto tiempo habría transcurrido, la ropa mojada se le había pegado al cuerpo, tenía la piel violácea y sobre todo, estaba helado. Sufrió una convulsión. Debía desnudarse si no quería morir de frío. Extendió las prendas sobre las rocas y subió a una plataforma en la que había un hueco lejos del agua. Un amasijo de hojas secas extendidas, daban la impresión de que alguien hubiera dormido allí en algún momento. Estaba muy cansado. Acurrucado sobre sí mismo, se tapó como pudo con aquellas ramas. Antes de quedarse dormido, recordó que había pasado la mañana mirando a Lucía moviéndose por la casa, silenciosa, sin una sonrisa. No parecía la misma de siempre, ahora era una mujer diferente, seca y atareada, siempre cansada. Habían tenido una fuerte discusión. Entonces él había recogido la caña y la cesta y se había ido. Así, sin más palabras. No iba a pescar, huía de casa.
             Los ojos se le cerraban, apenas podía hilar un pensamiento con el otro, aún así pensó que también él había cambiado mucho. No había querido pensar en ello antes ¿Qué opinaría Lucía? ¿Se sentiría decepcionada?  Nunca habían hablado de esto, a pesar de que ella le había pedido hacerlo. A él no le interesaba, temía que si hablaba, acabaría contándoselo todo, aunque, puede que ella ya lo supiera.
            
            El soplo de aire gélido, apenas perceptible, rozó su rostro y le despertó sobresaltado. Observó que estaba totalmente desnudo. ¿Por qué? Tanteó en la semi oscuridad para buscar su ropa. No estaba del todo seca pero se la puso rápidamente y echó una ojeada al lugar. ¡Ah sí! Por poco se ahoga. Aquella cueva no era muy grande, la corriente del mar debía haberle arrastrado allí por alguna entrada bajo el agua. Apenas había luz. Al fondo de un pequeño pasillo de rocas, se veían varios pasadizos y al final de uno de ellos, una abertura en forma de ojo; de allí provenía la poca claridad que entraba al recinto. Intentó varias veces trepar por la pared, quería saber a dónde daba aquella abertura, pero resbalaba cada vez que lo hacía y caía rebotando y dando vueltas. Por fin desistió, no fuera a herirse y entonces sí que estaría en un apuro. Luego probó adentrándose por los otros túneles. De uno en uno los recorrió todos, eran profundos y se iban estrechando, no se veía nada. Comprendió que si quería salir, tendría que buscar la manera de trepar o si no tendría que intentar salir por donde había entrado.
          
             Respiró con fuerza y se lanzó al agua. Luchó contra la corriente intentando ascender lo más rápido posible, al mirar hacia arriba vio algo de claridad. Taloneó desesperado. ¡Corre, corre! se decía. Entonces la corriente lo atrapó y lo devolvió al lugar de donde venía. Le costó varios intentos convencerse de que no podría salir de allí con vida. Llorando pidió auxilio, gritó tanto que se quedó afónico.  
                                                    
            Lucía decidió que no iba a esperar más.  Subió al Ayuntamiento. Pidió hablar con la persona encargada de certificar las defunciones y esperó, pacíficamente, sentada en un banco. Por fin había asumido la cruda realidad: Néstor no volvería nunca. Jacinto Peralta apareció por la puerta acristalada, le dio la mano y la invitó a entrar a su despacho. Las investigaciones no habían dado ningún resultado, le dijo, e iba a cerrarse el caso en unos días. Intentaría acelerar todos los trámites y entonces podría certificarse la defunción de Néstor y la declararían viuda. Volvió a casa por la parte de la costa donde su marido había desaparecido. Sentía escalofríos cuando pensaba que estaría ahí, cubierto por tanta agua fría.  ¡Viuda! Le costaba aceptarlo. Mirando fijamente al horizonte volvió a preguntarse por qué. Ya no podrían aclarar nada, había desaparecido de su vida sin palabras, sin que pudiera entender por qué lo había hecho, si ya no la quería o había sido solo un capricho.
           
            Puso en el cementerio una pequeña lápida y un jarro de barro con azaleas. No hubo funeral, ni salmos, solo unas palabras sentidas de verdad, que pronunció Felipe, su mejor amigo. Cuando todos fueron pasando a darle el pésame Lucía contuvo las lágrimas y cuando Elisa se acercó a besarla, apartó la cara y mirándole a los ojos le dijo: ¿Cómo te atreves? Lo sé todo.

                                                  
              Tenía que pensar, si no se le ocurría algo no resistiría mucho tiempo allí. Seguro que estarían buscándole, acabarían encontrándole y toda aquella pesadilla quedaría olvidada. Inspeccionó, de nuevo, los pasillos subterráneos, buscó en uno de ellos el lugar menos húmedo y se hizo una cama con las ramas secas.  Se tumbó y pensó que era la hora de su muerte. Nunca había pensado que algún día moriría y sintió miedo. Qué haría Lucía, que pensaría. ¿Y los niños? Su cuerpo quedaría allí solitario e iría descomponiéndose poco a poco hasta quedar irreconocible. Se hizo preguntas que jamás se había atrevido ni a pensarlas. Estaría Dios mirándole ahora o no existiría y pronto iba a saberlo. En medio de la desgana de la sed y el hambre escucho el ruido de algo que se movía. Podría ser un animal, se dijo. Un reguero de piedrillas y polvo se deslizaba por la pared de roca, luego fue hierba que aún estaba húmeda. Levantó los ojos y vio, sujeto por una cuerda, a un hombrecillo que se deslizaba hacía el suelo desde aquel ojo en la pared. Era enjuto, pequeño y de piel muy morena, vestía unos calzones cortos y una camiseta sucia, Néstor se frotó los ojos, incrédulo, luego se arrodilló en el suelo y rompió a llorar.
            
            El hombre tenía las piernas torcidas y aspecto de no haber comido caliente desde el día en que nació. Dijo que vivía solo como un eremita, alejado de todos. De vez en cuando robaba una gallina o un cabrito recién nacido, solo lo hacía para sobrevivir.  En ocasiones le pillaban así que se escondía en aquella cueva por unos días, hasta que calculaba que el peligro había pasado. Escondía la cuerda entre las zarzas que ocultaban la entrada. Esta daba a la parte más baja del acantilado. Ese día le andaban buscando porque había robado un conejo en la finca del "Sobrao" y este le había pillado con las manos en la masa.
          
             Se miraron asombrados, el viejo doblemente.  No podía ser que aquel hombre fuera el marido de Lucía, la del Carrejo, del que se hablaba por el pueblo. Decían que se había ahogado. Hasta él se había enterado. Le preguntó cómo había llegado allí. Cuando Néstor acabó de contarle su aventura, le tocó el turno a él: Según decían, Lucia le esperaba contra la opinión de la policía. También se hablaba de que Elisa, la del Médico, estaba embarazada y se había ido de la casa del marido. Luego quedó en silencio, como pensativo y al final añadió que se rumoreaba que aquel niño era de Néstor pues no era ningún secreto que ambos eran amantes.
           
            Aquella noche no la olvidaría jamás. Le dio vueltas a la cabeza a todo lo que había pasado. ¿Un hijo suyo y de Elisa? No podía creerlo, qué iba a decirle a Lucía, cómo podría explicárselo. ¿Quería él otro hijo? Ni siquiera estaba seguro de querer a Lucía y desde luego sabía que no quería a Elisa.  Tenía que irse de allí, del encierro y del pueblo. Se iría lejos y luego pensaría despacio lo que iba a hacer. Sin saber de dónde había venido, la idea se abrió paso en su cabeza. Pasó la noche dándole vueltas. Podría subir por la cuerda e irse de allí. Todavía no estaba seguro, pero lo que no deseaba, de ninguna manera, era volver a aquella rutina paralizante y a aquel engaño continuo.  En realidad, oficialmente estaba muerto. Nadie podría sospechar que había huido. Solo había una pega, un cabo suelto que podría acabar con sus planes: Aquel hombrecillo hablaría. Contaría a todo el mundo que no se había ahogado. Lucía mandaría que le buscaran. El quería desaparecer.  Lo que planeó después surgió en su cabeza de manera natural, como si fuera la única solución para la consecución de sus planes. Por un momento se asustó de sí mismo, luego no le pareció tan mal. Dejó a un lado las dudas y planeó cómo hacerlo y antes de que amaneciera puso su ropa sobre la cabeza del viejo y apretó hasta que vio que no se movía.





1 comentario:

José María Souza Costa dijo...

Hola
Invitación - E
Soy brasileño.
Pasei acá leendo , y visitando su blog.
También tengo un, sólo que mucho más simple.
Estoy invitando a visitarme, y si es posible seguir juntos por ellos y con ellos. Siempre me gustó escribir, exponer y compartir mis ideas con las personas, independientemente de su clase Social, Creed Religiosa, Orientación Sexual, o la Etnicidad.
A mí, lo que es nuestro interés el intercambio de ideas, y, pensamientos.
Estoy ahí en mi Simpleton espacio, esperando.
Y yo ya estoy siguiendo tu blog.
Fortaleza, la Paz, Amistad y felicidad
para ti, un abrazo desde Brasil.
www.josemariacosta.com