Tortu nació por la mañana. Lo primero que vio al salir del huevo fue aquel polvo amarillo que llamaban arena. Estiró bien el cuello, olisqueó el aire y pensó que estaba fresquito. Luego, de un pequeño salto, dejó atrás aquel sitio incómodo en el que casi no cabía ya, donde había crecido y poco a poco se acercó a la mar.
Era
divertido deslizarse por el agua velozmente. No le daba miedo, aquel iba a ser
su hábitat a partir de entonces y le gustaba. Subía a la superficie, tomaba
aire y volvía abajo, allí había muchas cosas que ver. La verdad es que tenía
que hacer mucho esfuerzo porque las olas la envolvían en su espuma y la
zarandeaban de una lugar a otro y cuando aquello acababa no sabía dónde estaba,
si arriba o abajo, medio mareada por la presión.
Todo
estaba bien, le gustaba su vida, se alegraba de estar viva, tenía suerte de que
aquella debiera vivirla en un lugar tan bonito y variado, no se aburriría
nunca. Lo que no sabía Tortu es que de cada mil tortugas, solo sobreviviría una
y que si no andaba con cuidado podría no ser ella. Pero el instinto es grande, por
eso se zambulló en lo más profundo, casi hasta llegar al fondo, cuando vio al
aguilucho que la estaba vigilando y luego se lanzaba en picado para ver si podía
cazarla.
Aprendió,
sí. No se le iba a olvidar que si tenía cuidado ella sería la tortuguita que se
salvara de entre todas las otras novecientas noventa y nueve que morirían. Y
podría vivir por lo menos ochenta años. La vida era bella.
1 comentario:
Belíssimo
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