El
camino vecinal se iluminaba y ensombrecía cuando la brisa movía las ramas de
los árboles. Gonzalo conducía la furgoneta a buen ritmo, conocía de sobra
aquella carretera estrecha y llena de baches, así que casi no necesitaba
prestar atención, porque, además, por allí había poco tráfico. Seguramente fue
por eso que no vio la bicicleta y al pasar, la tiró al suelo junto a la mujer
que la montaba. Se fueron por el prado abajo durante unos instantes y al parar,
la bici cayó sobre la joven y ambas quedaron quietas. Paró el coche y salió
corriendo. Estaba asustado, esperaba no ser responsable de algo grave o
irreparable.
Carmela
se sentía extraña en aquella casa, trataba de sofocar el miedo que sentía a
estar sola. Se preguntaba si habría hecho bien huyendo sin despedirse de nadie.
Estaba mirando al horizonte; la impresionaba el silencio, seguro que no había
nadie en las cercanías. ¿Qué hacía allí? Se lo preguntó por décima vez. ¿Por
qué había escogido aquella casa, precisamente, para alejarse de todo y de
todos? Se volvió a mirarla, Tejas rojas en la cubierta, ventanas abiertas al
paisaje y grandes macizos de flores en plena ebullición, marcando el camino de
entrada. La casa de sus padres, el lugar donde había pasado la mayor parte de
los veranos cuando era una cría. Sintió una punzada en el corazón. Enfrente otra
casita, esta de piedra y pequeños ventanos con cristales en cuarterones: La
casa de su abuela. Cuando la miraba no podía evitar que se le llenaran los ojos
de lágrimas. ¡Cuánto la añoraba! ¿Por qué había ido a parar justo a este sitio
y no a otro cualquiera? Para Jaime sería fácil encontrarla, pero quién le decía
a ella que él la estuviera buscando. Y si lo hacía, ¿Pensaría acaso que iba a
ir a aquella casa de tristes recuerdos?
Cuando encontró en el garaje las viejas
bicicletas de su infancia, la de ella y la de su hermana, de nuevo los
recuerdos volvieron a agolparse. Sacó la suya al jardín y la limpió con un
trapo viejo, luego se montó en ella y dio unas vueltas a ver si funcionaba, por
último se lanzó a la carretera como hacían entonces, dando golpes con el
manillar para ir de una cuneta a la otra, cuesta abajo, levantando los pies en
el aire. Ni siquiera oyó el ruido del motor, de pronto sintió un golpe y rodó
por el pasto hasta parar en un hueco del terreno. Luego el extraño la tomó en
sus brazos y la subió de nuevo al camino, depositándola en el asiento del
copiloto, en su furgoneta, antes de que pudiera decirle que podía caminar sola.
— ¿Estás bien, te has hecho daño?
Nervioso y preocupado escuchó a Carmela
decirle que estaba bien. Mientras él
observaba sus piernas, sus brazos y su cabeza por si se había roto algo, ella
se dedicó a mirarle con disimulo. No le había visto nunca, aunque, era normal
porque hacía tiempo que no visitaba el pueblo; tenía la piel curtida y llevaba
unas gafas pequeñas, de cristales muy transparentes y sin montura. Las sienes
llenas de canas de pelo rebelde lo mismo que las cejas.
— Sí, no te preocupes, ha sido solo un susto
Entonces le tocó a él el turno de mirarla, lo
que le hizo bajar los ojos azorada. ¡Sería tonta, ella que estaba acostumbrada
a tratar con tanta gente! ¿Iba ahora a ponerse colorada?
— No sabes que tranquilidad me da saber que
estás bien. Soy Gonzalo Izarra, veterinario. Nunca te había visto por aquí.
¿Vives cerca?
— Sí,
en la finca Los Girasoles. Yo tampoco te conocía, pero es normal, no venía
desde hace tiempo.
— ¿Eres de la familia de los López Hidalga? Desde que murió la señora mayor esa casa siempre está cerrada.
— Era mi abuela. Desde el suceso no hemos
vuelto. En realidad la única que podría haberlo hecho soy yo, mis padres y mi
hermana murieron hace tres años en un accidente de coche…Justo viniendo a esta
casa.
— ¡Oh! Cuánto lo siento… Había oído hablar sobre ello, que cosa tan horrible
¿Puedo llevarte? Ponemos la bicicleta en la parrilla y te dejo allí. No, no es
molestia. Me sabría mal que tuvieras que volver pedaleando, a lo mejor tienes algún
golpe y en caliente no lo notas.Entraron en la casa, prepararon un té y se sentaron en el porche a tomarlo mirando el sol recorriendo el horizonte. Estaban a gusto.
Así fue
como tomaron la costumbre de encontrarse como por casualidad, él en su
furgoneta vieja, ella en su bicicleta, que luego subían a la parrilla para
volver juntos a tomar el té o una cerveza y conversar. Dejaban pasar las horas
y los días sin atreverse a hablar de qué les estaba pasando. No necesitaban
nada más, solo aquella deliciosa complicidad, aquella sensación de pertenencia.
Quizá fue por ello que, la tarde que Jaime
apareció por el sendero, Carmela lo miró acercarse con indiferencia. Para su
sorpresa no sintió ninguna emoción, ni aquella alegría que había pensado que la
llenaría por completo. Todos los planes, todo lo que había pensado que iba a
decirle, todo lo que creyó que sucedería. Siempre había sabido que él volvería,
pensaba que le pediría perdón, le haría muchas promesas que tal vez no sería
capaz de cumplir y ella se echaría en sus brazos, tratando de olvidarlo todo.
Cuando Jaime se fue, Carmela salió a dar su paseo
diario. Quería pensar, necesitaba analizar lo que había pasado, lo que había
sentido. No precisó de mucho tiempo. Todos sus miedos, sus dudas, habían
desaparecido. Movió el manillar de una cuneta a la otra y luego levantó los
pies en alto dando un grito que, en el silencio de la tarde, asustó a los
pájaros y se perdió entre los árboles.
2 comentarios:
Me encanta leerte porque al final todas esas dudas y miedos desaparecen despues de lo pasado
Gracias por compartir
Besitos mi niña
Gracias Victoria me alegra que te guste, que os guste lo que escribo, porque eso me anima a seguir haciéndolo.
Gracias a tí, un besote.
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