domingo, 5 de abril de 2015

La opinión ajena












  El murmullo de la rodada de los coches se escucha en el silencio de la sala. Por el sonido Mercedes sabe que está lloviendo. También lo sabe porque el cielo se ha puesto gris y los cristales de la ventana se han llenado de gotas que se deslizan despacio hasta llegar al alfeizar y desaparecer.
  Con la cabeza inclinada hacia delante, Irene, su nieta, se aplica dibujando una guitarra. Traza las líneas curvas con mucho cuidado, borrando y volviendo a empezar, cuando no queda satisfecha con el resultado, la lengua asomando por entre los labios y la concentración más absoluta reflejada en su cara.
  —Te está quedando muy bien
  —Lo más difícil es hacer las cuerdas bien rectas
  —Pues utiliza una regla
  —No, mi profe dice que hay que intentarlo a pulso, así se aprende. ¡Qué pesada!
   —No te quejes —le reprocha su abuela— tienes suerte de poder recibir clases de dibujo y de tener todo lo que necesitas.
  Mercedes guiña un ojo en el intento de enhebrar la aguja, chupa el hilo y lo coloca cerca del agujero, cada día le cuesta más hacer algo tan simple, por eso ya apenas cose algún botón o el bajo de unos pantalones. Lo bueno de coser es que te deja pensar. Hace tiempo que piensa mucho, no en cosas de hoy en día, sino en otras que sucedieron hace tiempo. Suelen surgir los pensamientos cuando no entiende las que pasan ahora, cuando comprueba que todo es tan diferente. No comprende cómo ha podido cambiar todo tanto.
   — Abuela, podrías contarme una de esas historias que tú sabes, pero no una inventada, sino una que te haya pasado a ti. Esas me gustan más.
  —Bueno, pero acaba el dibujo mientras te la cuento. Y presta atención que si no, me callo.

  Mi padre que, como ya sabes, era tu bisabuelo era un señor muy serio, tenía un bigote con las puntas hacia arriba, yo siempre me preguntaba cómo conseguiría que permanecieran ahí apuntando al cielo todo el día. Hasta que descubrí que se frotaba el bigote con una pasta pegajosa que guardaba en una cajita de metal. Siempre nos decía lo que estaba bien y lo que estaba mal, lo que debíamos o no debíamos hacer, cómo saludar a sus colegas o amigos, la manera en que debíamos sentarnos a la mesa y a no alborotar. Le hablábamos de usted, de pie y muy formales, cuando nos llamaba para reñirnos por algo que habíamos hecho mal. Mamá no decía nada, se situaba a su espalda y nos sonreía con pena esperando que no tuviéramos un castigo demasiado severo. Era cuando él se iba a su despacho a trabajar, cuando nos sentíamos libres y a gusto en casa.
   
  Yo tenía entonces quince años, estaba estudiando y mi padre me vigilaba por aquella época aún más atentamente. Conocí a un chico que me llevaba tres y a mí me parecía muy mayor y muy guapo, pero sobre todo muy dulce y atento. Empezó a venirme a buscar cuando salía de clase, también se unió a mi cuadrilla de amigos y salíamos todos juntos de excursión, al cine y cosas de este estilo. Me gustaba, pero yo no sabía nada de enamoramientos, ni de amores y mucho menos de otras cosas. El tiempo pasaba y seguíamos hablando y riendo juntos, le echaba en falta si no estaba cerca y de pronto comprendí que le quería.
   
  Comenzamos a salir solos, ya no era suficiente vernos, reír y mirarnos, necesitábamos estar cerca, tomarnos de las manos, utilizar palabras nuevas para mí, no porque lo fueran, sino porque ahora estaban cargadas de otro sentido. Algunas eran nuestras, las adoptamos y las llenamos de significados íntimos. Las decíamos cuando estábamos con los amigos y solo él y yo sabíamos que estábamos pensando en cosas que eran absolutamente personales.

   En mi casa se dieron cuenta de que algo me estaba pasando, mi madre me preguntó directamente y yo le conté que estaba enamorada y le hable del chico al que quería. Supongo que se lo contaría al bisabuelo porque a los pocos días me llamó y me dijo algunas cosas que, si no, no venían a cuento:
  
   —Ten cuidado con lo que haces, no des que hablar, es fácil perder el buen nombre y difícil recuperarlo. Recuerda que los hombres somos como los pájaros y vamos picando aquí y allá y no siempre nos damos cuenta del mal que hacemos. Sobre todo nunca te pares frente al portal de casa más de dos minutos cuando alguno te acompañe. No queremos que los vecinos puedan hablar de si vas o si vienes. Y recuerda que debes estar en casa a las diez en punto, ni un minuto más.
  
 Un día Esteban me pidió que fuera su novia y le dije que sí. Nos besamos de una manera diferente y sin darme cuenta nos encontramos envueltos en un maremágnum de sentimientos que me era difícil controlar. Me separé asustada y ante su insistencia solo se me ocurrió enfadarme. Me acompañó hasta el portal de casa y allí discutimos. Era nuestra primera pelea. A las nueve y media mis padres entraron en el portal después de dar su paseo. Nos saludaron desde la distancia y mi padre me señaló el reloj con un dedo. Yo no veía nada, solo que estábamos peleando, que no podía estar de acuerdo con lo que él me decía y que, si seguía por ese camino, tendría que dejarle.

   Cuando subí a casa eran las diez y diez. Llamé al timbre, cuando se abrió la puerta y me dieron paso, mi padre me dio un bofetón y me mandó a mi cuarto, sin mediar palabra. Me tumbé en la cama y lloré. No sé que me dolía más si haber regresado sin aclarar nada con mi novio o el sopapo de mi padre. Me sentía muy desgraciada. Entonces mi padre abrió la puerta y me dijo: 
  —Tenemos que hablar, cuando dejes de lloriquear ven.
  — ¡Te odio! —le grité y era verdad. En aquel momento odiaba su manera de entender las cosas, su preocupación por el qué dirán y su insensibilidad hacia lo que pudiera haberme pasado para retrasarme diez minutos, sabiendo que iba a reñirme. El bofetón que me había dado no era para enseñarme nada, sino por la rabia que sentía porque le había desobedecido.
   
  Vi que palidecía y sin decir nada se fue. Por la mañana aparecí con el labio hinchado y sangriento, mi madre no le habló en unos cuantos días, yo tampoco y tu abuelo quiso subir a pedirle explicaciones porque me había hecho aquello. Conseguí que no lo hiciera.

   — ¿El abuelo era tu novio?
  —Claro ¿quién si no? 
¿Has terminado ya el dibujo? Venga, vamos a preparar la merienda y después vamos a buscar a mamá que pronto saldrá de la oficina. Tienes que ir al dentista ¿recuerdas? así que lávate bien los dientes cuando acabes de comer el bocadillo.


2 comentarios:

dijo...

Me gustó mucho esta historia, siempre es bonito visitarte.
Te dejo abrazos.

rosg dijo...


Gracias por tu isita, de nueo, Marga. Intento dejarte un comentario en tu precioso blog sobre Egipto, pero no encuentro el modo.

Te dejo aquí algo que he leído y que me ha recordado a ti:

"SUEÑOS DE FRAGANCIAS

Cuando sostengo a mi amor apretada
Y sus brazos pasan rodeándome furtivamente
Soy como un hombre trasladado a Punt (*)
O como alguien en las extensiones de cañas,
Cuando el mundo entero de pronto estalla en flores.
En esta tierra de sueños de fragancias del Mar del Sur,
Mi amor, tú eres escencia de rosas."

Poemas de amor del antiguo Egipto.

Un abrazo