viernes, 15 de mayo de 2015

¡Alegría!





 (Idea: El circo)



     Mi padre vivía sentado en una silla de ruedas, con ella se movía con soltura de un lado a otro de la casa y también cuando salía a las calles del pueblo. Le recuerdo siempre así, por eso, durante mucho tiempo no le pregunté por qué se encontraba en esa situación. Pero cuando fui creciendo me di cuenta que los demás padres, todos los vecinos del pueblo, caminaban, trabajaban en el campo y no necesitaban unas ruedas para moverse. No es que no supiera que algo había sucedido, es que nunca había visto a mi padre de otra manera.
    
   Fue en ese tiempo que empecé a pensar en cómo sería verle de pie y que me abrazara, poder salir a la calle, andar en bici, todas esas cosas tan sencillas que los demás hacían, juntos. Mi padre hablaba poco y observaba mucho y mi madre trabajaba duro para que no se notara que había cosas que él no podía hacer y debían hacerse sin falta. Yo crecí, escuché comentarios de unos y de otros y empecé a comprender lo que mi padre llevaba dentro. También admiré a mi madre, además de quererla. Ambos eran como roca firme, se sostenían el uno al otro, formaban una piña. Yo había sido afortunado.
     
   Me fui del pueblo. Me mandaron a la pequeña ciudad de provincias en que iba a estudiar en una Escuela Politécnica; estaría fuera cuatro años si estudiaba bien. Y lo hice, pero hice más cosas y una de ellas me enganchó totalmente. Cuando volví al pueblo, en las vacaciones del verano, se lo conté a mis padres: 

   — Voy a trabajar en el Circo.

   — ¿Qué vas a qué...?
     
   Mi padre me miraba espantado, el color se había ido de su cara y los labios le temblaban como si estuviera a punto de sufrir un colapso.

— Lo que habéis oído. He ido todo el invierno a entrenar y me gusta mucho. Quiero ser como tú eras, papá y que estés orgulloso de mi.

— ¿Cómo yo era? ¿Quién te ha hablado de cómo era yo? ¿No ves lo que me sucedió, de qué sirvieron todos mis éxitos, como no sea para cobrar una pensión de inválidez? No tienes ni idea. Es muy duro trabajar en un Circo, hay que sacrificarse y sacrificar a los que te rodean. No es lo que parece, los momentos de gloria son mínimos ante los que hay que dedicar a prepararse, a los accidentes imprevistos, a los viajes largos e incómodos, a vivir en casas rodantes donde apenas te puedes poner en pié. Y eso si tienes suerte, si no la tienes como yo... Si tus manos resbalan de las manos que te sujetan, si caes al suelo y te partes la columna...
     
   Fue la primera vez que escuché a mi padre quejarse de su suerte. No era por él, sino por mí que estaba triste y asustado.

    Han pasado cuatro años, he terminado mis estudios y estoy preparado para debutar. Me siento nervioso, pero feliz. Estrenamos nuestra función esta noche. La gran carpa blanca reluce en la explanada de la ciudad en la que estrenamos. Dicen en dirección que hemos vendido todas las entradas, así que deberemos esforzarnos para complacer al público con más interés aún.
   
   A las ocho en punto, comienza el desfile, las chicas salen a la pista vestidas con preciosos trajes y pelucas, con las caras maquilladas de maneras extrañas, todos las seguimos detrás. El público aplaude enfervorecido, Sierjo nuestro payaso de boca enorme grita:

— ¡Señoras y señores! La Compañía du Cirque du Soleil presenta para ustedes: ¡Alegría!
     
   Suena la música, por la carpa se derraman las notas y yo miro a mi padre sentado en primera fila contemplando asombrado el maravilloso espectáculo que ofrece esta nueva manera de entender el Circo.






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