sábado, 19 de septiembre de 2015

Hortelana









— Te digo que es imposible, no tienes ni idea y además esto es una ciudad, por cierto con un aire bien contaminado.
Jaime, mi marido, es así siempre. Suelo llamarle 'agonías' porque, de entrada, cualquier cosa le parece imposible, o va a llover, o estará cerrado... Para luego hacer todo lo que planeamos completamente entregado.

Yo quería un huerto. Me hubiera gustado tener un terrenito para poder plantarlo, pero como no era el caso, pensé que por qué no ponerlo en nuestra terraza. Está retirada de la carretera, es soleada y bastante grande, además teníamos algunas macetas de buen tamaño que, libres de otras plantas podrían servir para ello. Comencé a buscar por Internet información sobre cultivos, abonos, clases de tierra, épocas en que se plantaban las diferentes especies y la manera de cuidarlas para que dieran sus frutos. Estaba encantada, al poco ya me creía una experta y pensé que ya estaba preparada para plantar mi primera cosecha.

Jaime me ayudó con lo más duro: vaciar las jardineras, sanear los desagües, llenarlas de nuevo de la tierra adecuada. Marga, mi amiga, que vive en un caserío y tiene semilleros, me dio varias plantas de pimientos, tomates, guindillas y me aconsejó que, para empezar, ya era suficiente.

Llegada la primavera, me puse mis guantes de jardinera, un sombrerito para protegerme del sol y metí mis herramientas en el delantal lleno de bolsillos, que me había hecho para ellas. Y salí a mi terraza como el que lo hace a su huerto, respirando hondo y sintiéndome feliz. Durante las semanas siguientes, cada día miraba atentamente mi plantación: siete macetas en las que apenas sobresalían unos brotes verdes, que iban creciendo claramente. Para mediados de verano, empezamos a recoger algunas guindillas, vimos las flores de los pimientos y esperamos a que algún tomate se dignara aparecer. 

Entre tanto íbamos y veníamos, de la ciudad a la playa o el campo, a ver a familiares o amigos, o simplemente a pasar el día. Teníamos que cuidar la huerta, así que procurábamos no faltar mucho tiempo de casa. 

A mediados de agosto vimos un tomatito verde, pugnando por crecer. Podamos las ramas que no servían, para que tuviera espacio, luego salió otro. Crecían despacio, pero iban a resultar lo mejor de nuestra cosecha, los pimientos también iban bien. Entonces nos llamó nuestra hija: Habían alquilado una casita preciosa para pasar sus vacaciones hasta mediados de setiembre y nos invitaban a acompañarles, si nos apetecía. Claro que sí y mucho, sobre todo porque podríamos compartir con ellos y la nena un poco de su tiempo, porque viven en Bélgica y apenas nos vemos.
Cuando volvimos a casa, el sol había socarrado todas nuestras plantas incluida, naturalmente, la huerta de mis amores. La tomatera aparecía desmayada, a pesar de que la había sujetado a un palo clavado en la tierra. ¡Qué desastre! 

Reconozco que me dio pena. Mi marido me consolaba con una cierta sorna, o eso me pareció a mí. Menos mal que no dijo eso de: ya te lo decía yo, porque creo que me habría puesto como una fiera.



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