(En el Tintero Tema: Acoso)
Sin atreverse siquiera a mirarla a los ojos,
le dijo que se iba. Sin palabras grandilocuentes y sin que le temblara la voz.
Había tristeza en los ojos de ella, pero no la sorpresa que esperaba encontrar
en ellos. Asintió con la cabeza y como un cervatillo herido, salió corriendo.
Se sintió liberado, imaginaba mundos nuevos,
las aventuras que siempre soñó, ese revolcón de todos los sentidos, despiertos
de pronto a la vida. El temblor de las piernas al contacto, el dolor del deseo
desatado. Ya no era el joven que todo lo ignoró en su momento, ahora era un
hombre abierto en canal deseando probarlo todo. Le dijeron que aquello era una locura.
Pero necesitaba salir huyendo en pos de algo inseguro y por eso mismo tan
excitante.
Su libertad duró poco, le bastó conocer a
Silvia y enamorarse de ella y ver que, a pesar de la diferencia de edad, ella
le correspondía. Pero lo que para él fue definitivo, para ella significó apenas
nada. Lo supo cuando la sorprendió la primera vez mirándole con ojos
inquisitivos, cuando retiraba su mano de su muslo y suspiraba más aburrida que
triste. Cuando se iba sin explicarse, a tomar unas copas con sus amigos y le
pedía que se quedara, prometiendo que volvería pronto y regresando de
madrugada.
Llamó a su ex. No sintió vergüenza de volver
a ella para contarle sus penas y hablarle de su desesperación. No le importo
decirle que amaba locamente a otra mujer y no podría vivir sin ella. Le explicó
con todo lujo de detalles lo que le hacía sentir, la sensación de la juventud
perdida, la excitación del deseo, la intranquilidad de la espera. No dejó nada
sin confesar, sin importarle si la hacía daño. Ella le miraba, quieta y sin
decir nada, no estaba seguro de si lo que veía en sus ojos era pena o rabia,
pero no podía parar. No se estaba confesando a ella, sino que se contaba a sí
mismo toda la vergüenza de su desesperación. Cuando consideró que ya era
suficiente, ella se levantó de la silla y acercando la boca a su oído le dijo: ¡No vuelvas a llamarme nunca! No había
enfado en su voz, ni pena, solo era una orden, como la de una madre cuando te
dice que debes hacerte la cama antes de ir al colegio. Luego salió con la
espalda recta, la cabeza erguida, digna y serena. El, atento solo a sus
pesares, no sintió ningún sonrojo por lo que acababa de hacerle.
Permanecía horas, días enteros, frente a los
lugares por donde Silvia pasaba, la barba descuidada, la ropa desaliñada y el color
de piel cetrino; esperaba y esperaba solo para verla aparecer, si iba sola se
acercaba a suplicarle, se arrastraba sin pudor, rogándole que volviera con él,
prometiéndole cosas que no podría darle jamás. Cuando iba acompañada la veía
marchar, quieto y estirado como uno de los postes de luz de la acera,
mimetizado con ellos, creyendo que nadie podía verle allí parado durante
horas. Fantasma de sí mismo. La ira
trepaba desde su vientre hasta su cabeza, nublando sus pensamientos. La odiaba
a ella y a aquel hombre que conseguía lo que a él se le negaba. Comenzó a
seguirla, quería saber si pasaban juntos toda la noche. Rumiaba obsesionado la
idea de que aquel hombre le estaba robando algo suyo, que era el responsable de
que ella ya no lo admitiera.
Despertó de aquel mal sueño la noche que lo
detuvieron. En aquella comisaría se vio ridículo, desencajado, perdido. Tuvo
muchas horas para pensar, se hizo algunas preguntas y se asusto de las
respuestas que se dio a sí mismo. Cuando le dejaron marchar, pusieron en su
mano el impreso con la orden de alejamiento y le advirtieron de las
consecuencias de no acatarla.
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