martes, 5 de febrero de 2019

Buscando a Van Gogh




















Acababan de despedirme, mi jefe no me dijo: estás despedida, no. Utilizó un ramillete de floridas palabras, pero el caso fue que me puso en la calle. No me pilló de sorpresa, en aquella empresa no había fundamento. Pasé algunos días compadeciéndome a mí misma y después empecé a contestar a las llamadas de los amigos. Cuando dije que quizá me fuera a hacer un viajecito, Berto volvió una vez más a ofrecerse para acompañarme: ya sabes, tú allí y yo aquí, solo turismo. Le miré divertida porque para entonces yo ya había decidido que mi vida iba a cambiar, así que hicimos planes y nos fuimos a Holanda. 

Holanda es, o a mí me lo parece, muy semejante a como la hemos visto en las películas o en algunos cuadros; lo de los cuadros era la meta final que me llevaba allí. No estaba muy segura de que Berto tuviera el mismo entusiasmo que yo por la pintura, solía seguirme la corriente en las conversaciones, pero me parece que era más por complacerme que por otra cosa. Así que para empezar, nos dedicamos a dar vueltas por la ciudad. Tomábamos el tranvía para acercarnos al centro desde el hotel y cruzábamos pequeños puentes sobre canales de aguas oscuras. En otros de más calado, vimos barcazas convertidas en viviendas, con pequeños jardines hechos con macetas de geranios y con ropa tendida semioculta. Por la noche cenábamos comida basura paseando por las calles atestadas de viajeros; muchos jóvenes se reunían en la plaza Dam y sentados en el suelo bebían cerveza y fumaban porros entre risas. Al amanecer de una de esas noches demasiado ruidosa, apareció la policía con cañones de agua y desalojaron la plaza de inmediato. Comimos en un restaurante, en una de aquellas barcazas, pescado crudo y mejillones minúsculos y exquisitos.  Por la noche paseamos por el barrio Rojo, lleno de turistas; nos reímos e hicimos bromas delante del escaparte de un sex shop y ligué o creí ligar con un hombre negro macizo, hermoso como una estatua. 


Se nos acababa el tiempo y teníamos que volver a casa. Tomando unos cafés hicimos planes para el último día. Berto propuso ir a Volendam, pueblo precioso que está muy cerca de la ciudad y bien comunicado. O quizá preferiría ir a Giethoom: dicen que es la Venecia holandesa. Yo a dónde quería ir era al Museo, bueno a dos, pero especialmente a uno. Me miró con algo de decepción en la cara, le dije que yo tenía que ir, que en realidad ese había sido el motivo de mi viaje, que no me importaba ir sola y él podía hacer turismo. Al final decidió venir conmigo. Primero vimos Rembrandt, espectacular, maravilloso, pintó su autorretrato cuando aún era joven y sin experiencia, la mejilla derecha bañada por la luz, el resto del rostro en sombras. Mi sueño era ir al delicioso museo Van Gogh y pasar allí el tiempo contemplando las obras de mi pintor favorito. Me hubiera quedado a vivir allí, contemplé cada cuadro pensando emocionada que las manos de aquel hombre extraño habían acariciado aquellas telas y que sus ojos claros y todo su talento se habían fundido en los colores y los dibujos tal como él los veía. Aquellos cuadros, que había contemplado en imágenes tantas veces, estaban allí. Van Gogh admiraba la naturaleza. Campo de trigo con perdiz, 1887 fue el primer cuadro de una serie que pintó cuando dejó los Países Bajos para ir a Paris. Su paleta cambió de manera radical cuando vio los nuevos colores de los jóvenes impresionistas. Durante su estancia en la capital francesa pintó nuevos motivos, tales como interiores de cafés e imágenes de las calles, pero nunca renunció a su amor por los paisajes rurales. Se desconoce cuál es el lugar donde pintó este Campo de trigo con perdiz.  
   
Los colores delicados, la hierba doblegándose dulcemente a causa de la brisa, el pájaro volando libre contemplándolo todo desde lo alto. 





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