viernes, 8 de marzo de 2019

Locuras

(relato en el Tintero sobre la locura (corregido, espero que mejorado)





Imagen de la Red desconozco autor




La estación del tren de cercanías era un hervidero de gente con prisa. La cabeza de Faustino apareció en el andén a medida que la escalera mecánica ascendía lentamente, en la mano el billete recién pasado por la canceladora bien apretado, como si temiera que se lo fueran a robar. Aquella mañana no había nadie sentado en su banco. En la vía, el tren rebufaba esperando la hora de partir; mientras tanto el conductor jugaba en su móvil una partida que parecía estar en lo mejor. El hombre caminaba deprisa hacia el asiento, su asiento, llegaba a la estación cada día a la misma hora, se ponía furioso si alguien se le anticipaba; no viajaba ni esperaba a nadie, solo observaba. En la parte más alejada de la estación un hombre, sentado, se inclinaba hasta llegar casi a sus rodillas sin ver a nadie.
Justo al fondo Don Manuel esperaba y meditaba: había sido cura y seguía siéndolo aunque estuviera secularizado. ¿En qué momento su luz interior se había apagado y su lugar lo había ocupado aquella terrible necesidad que lo empujaba a hacer locuras? No fue fácil ser el cura que se esperaba que fuera. Su líbido le traicionaba, no podía dominarse, llegó a situaciones que incluso a él le asustaban. Solicitó el traslado a otra parroquia más tranquila, creyendo que dejando la ciudad tan llena de tentaciones, todo iría mejor. Dicen que en los lugares pequeños no hay secretos. Debía ser cierto porque pronto se comentó que acudía asiduamente a casa de una de sus feligresas. Un hombre no puede vivir solo, decían las cotillas del pueblo a modo de disculpa. Los domingos las homilías de Don Manuel removían las conciencias; las feligresas acudían al confesionario y a menudo salían de él escandalizadas y ruborosas. Los rumores no cesaban y cada vez eran más comprometedores. Finalmente aquello llegó a oídos del Obispo que le llamó al orden severamente. Lo trasladaron de nuevo y esta vez lo apartaron de su ministerio. Sentado en el andén, pensaba que ahora podría seguir con sus locuras sin sentirse culpable. Se derretía imaginando el gusto cuando se exhibiera ante las colegialas siguiendo el clásico del hombre de la gabardina. Aún no lo sabía pero iba a terminar en un centro de reposo para curas jubilados. De mientras contempló a aquella mujer tan triste, sentada frente a él, imaginando cosas inconfesables.


Sofía hizo la cama y bajó las persianas, colgó la ropa en el tendedero y se preparó para ir a la compra, al volver haría la comida. Esa mañana Ramón, entre otras cosas, la había llamado inútil con aquel gesto despectivo que conocía bien. Se miró en el espejo, tenía cincuenta y un años y era muy desdichada. No te falta de nada, se dijo una vez más, daba igual, ahora iría a tomar café con sus amigas. De camino pensaba que debiera buscar un empleo, ser independiente aunque él dijera que no encontraría ningún trabajo que mereciera la pena porque era una ignorante.
Estaba muy inquieta, ideas absurdas cruzaban por su cabeza; caminar le vendría bien. Al pasar delante de la estación, pensó que allí estaría tranquila, el café sería otro día, necesitaba pensar.  En el andén un hombre se balanceaba a un lado y otro mirando fijamente las vías. Caminó por los andenes leyendo los letreros que indicaban a donde se dirigían los trenes, unos eran de cercanías pero había otro que saldría en media hora con destino a Barcelona. Durante diez minutos lo contempló fijamente y luego volvió sobre sus pasos, bajó al primer piso, entró en el Banco y sacó dinero, compró un billete y un Hola y se metió en el tren. Un pasajero se sentó frente a ella. Tenía cara de fauno, resultaba desagradable la forma en que la miraba así que se cambió de asiento. ¿Qué diría Ramón cuando regresara a casa y viera que no estaba? Sonrió ¿Y qué diría cuando comprobara que se había llevado el dinero? Afirmaría convencido que estaba loca. 




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