domingo, 11 de enero de 2015

La casa del elfo




Imagen encontrada en Internet



 
   Nabil llevaba días caminando, en realidad no sabía dónde estaba.  Al desembarcar había salido corriendo sin mirar atrás hasta perderse entre los árboles que formaban una muralla ocultando la playa.  Habían pasado tres días de eso y en ellos solo había visto bosque, árboles y arroyos de agua helada; de vez en cuando escuchaba ruidos a lo lejos, coches o camiones circulando por alguna carretera, entonces volvía a internarse más y más en lo profundo de la arboleda para sentirse a salvo. Aquella mañana se había parado en medio de un claro para descansar, pero sobre todo para hacerse la pregunta: ¿cuánto tiempo piensas seguir así? y otra más difícil de responder: ¿a dónde vas? Apenas le quedaba nada de comer. Había traído el macuto bien aprovisionado pues ya imaginaba que, al principio, no iba a ser fácil. Pero apenas quedaban algunas galletas, barritas de chocolate alimenticio, y dos manzanas que empezaban a arrugarse.
   Se estaba desmoronando, volvía a sentir el miedo, su viejo amigo, a sufrir la soledad y la angustia. Sentado en el tronco de un árbol, bebió agua de la cantimplora y miró al cielo, que asomaba entre el ramaje. Entonces vio la punta de un edificio, un tejado de ladrillos oscuros, puntiagudo, como si buscara el aire en las alturas.  Luego comprobó que se trataba de una casa diminuta, más bien una habitación, edificada sobre un arco, a unos metros sobre el suelo.
   Dudó un momento, pero parecía totalmente abandonada. En la ventana crecían flores sin ningún orden. Fuera como fuese decidió inspeccionarla. Buscó la entrada, aparentemente no la había, luego vio que se encontraba en uno de los pilares del arco y era muy pequeña. Tuvo que agacharse para poderla cruzar. Empujó la puerta y vio que cedía suavemente. Una escalera de caracol estrecha y de peldaños de piedra comenzaba allí mismo sin dar opción a un solo paso en llano. Alguien había vivido allí en algún momento. La estancia no podía ser más pequeña. Había un catre junto a una de las paredes, una silla vieja y una mesa que cojeaba. En otro rincón una pila sin agua, casi una palangana, y un pequeño fogón donde quemar madera.
   Miró por la ventana. Solo se veía bosque, las ramas de algunos árboles hacían casi invisible la casita, las telarañas indicaban que hacía mucho que nadie la usaba. Decidió quedarse. Se sentía tan cansado que, tal como estaba, se tumbó en el catre y se preparó para dormir. Se conformaría con algo como aquello, se dijo, con tal de no seguir por el mundo sin un lugar donde guarecerse y descansar sin miedo. Esa noche soñó que era un elfo que vivía en aquel bosque, cuando se miraba en las aguas del río se veía hermoso con sus orejas puntiagudas. Sabía que siempre había vivido allí, que aquella era su casa y allí había sido feliz. Cuando despertó no recordaba nada y era normal, porque él no había oído hablar nunca de semejantes seres y no sabía, por tanto, que existieran.





2 comentarios:

dijo...

me encantó, y la imagen es ideal para el texto, es misteriosa y mágica
un abrazo

rosg dijo...

Gracias Marga, me alegro de que te haya gustado. Y espero que vuelvas pronto.

Un abrazo